Hacía meses que vivían en penumbra durante la mayor parte del día. Sólo entraba luz a través de las ventanas que daban a un angosto patio interior de paredes desconchadas: su madre insistía en que era más seguro tener las demás persianas bajadas. Algunas noches oían carreras, gritos de alto, amartillado de armas, estampidos, ecos de impactos, insultos y golpes que procedían de la calle. Entonces sus padres apagaban las luces de la casa, cerraban las habitaciones que daban al exterior y se encerraban con los niños en la cocina, con la radio encendida a bajo volumen e iluminados por el resplandor de la lumbre.

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 Él no entendía el empeño de su madre en mantener la casa a oscuras. Así que cuando apareció su amigo del piso de abajo tenía ya arrancado el jeep, ansioso por escapar. Entraron en la cabina, comprobaron que las puertas estaban bien cerradas y sin decir adiós, aceleró bruscamente: el vehículo saltó como un caballo salvaje y en poco tiempo rodaban a gran velocidad sobre las arenas cenagosas de un paraje desértico alejado de la tumba en la que vivía. Mi madre me pone de los nervios, dijo, siempre a oscuras a pesar de que ellos sólo aparecen de noche. Se refería a los huidos que bajaban de los montes para aprovisionarse.

El viaje transcurría sin incidentes: su amigo, tranquilo, hacía alarde de sus conocimientos de zoología: mira, un tapir, y allí, un ornitorrinco. Él, inquieto,  señaló una minúscula mancha ocre que casi se mimetizaba con la orografía del desierto y gritó con miedo que era una manada de leones. Giró el volante en redondo para alejarse de ellos. Más adelante,  vadearon un río poco profundo y vieron a lo lejos a un grupo de elefantes lanzarse chorros de agua embarrada. Su amigo imitó sus irritados bufidos con tal verismo que le asustó. Aceleró para escapar.

En el horizonte se marcó el perfil de una cadena montañosa y pusieron rumbo a ella: en caso de peligro podrían esconderse entre los recodos de las rocas. Revolucionó el motor para llegar cuanto antes. Fue entonces cuando oyó la voz de su madre que desde el pasillo  les decía que la merienda estaba en la cocina.

Cabizbajos, salieron de debajo de la mesa en la que habían recorrido las agrestes tierras africanas. Después, mientras masticaban un bocadillo, se preguntaron qué habría podido enfadar a los elefantes de la charca. Quizá el ruido del tubo de escape del viejo jeep. Hay que repararlo, dijo el copiloto con la boca llena.

Cuando terminaron de merendar, su amigo se despidió. Pronto toda la familia se reuniría en la cocina y los adultos comenzarían a contar historias. El niño dormiría en el cuarto interior de la mesa de cajones con aspecto de viejo jeep y junto al caballo de cartón en el que cabalgaba cuando su madre aún subía las persianas que daban a la calle.

Un año después, los últimos huidos fueron aniquilados y los vecinos pudieron salir a la calle sin tomar precauciones, pero aquel niño seguía debajo de la mesa de cajones, hablando solo y haciendo extraños movimientos con los brazos hacia adelante como si asiera algo. Para despegarlo de aquel mueble, los padres decidieron visitar a la familia de la que procedían, en un pueblo que distaba quinientos kilómetros de la casa desde la que su hijo había recorrido la sabana del África Central sin que ellos lo supieran.

Antes de viajar, su madre le enseñó una fotografía de familia para que llamara a cada uno de sus primos por su nombre. ¿Ves? Éramos como una piña, le dijo. Pero años después supo que lo que le había sucedido en su oscura infancia se debió a las decisiones de sólo cinco de aquellos piñones.

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 El piñón central, en camisa blanca, fue el patriarca de la familia. De joven sacó adelante un taller de carrocería con su esfuerzo y de mayor le encargaron que reparase los vehículos del Corpo Truppe Volontarie enviado por el Duce Mussolini para combatir al lado de las tropas del general Franco en la guerra civil española. Hizo dinero.

El número dos en rango familiar era el hijo mayor del abuelo, situado en lo alto de la fotografía. Al comenzar la guerra organizó una banda paramilitar para limpiar la comarca de huidos. A su favor estaba uno de sus cuñados, a la izquierda y con gafas, y en contra el otro, a la derecha y con camisa de color. El primogénito salía de noche a matar; el cuñado afín se dedicaba a hacer el estadillo de eliminados y pendientes.

El piñón blanco que está a la derecha del hombre de la camisa de color era el benjamín del patriarca, siempre en segundo plano. Una noche, el primogénito le habló de que la patria exigía fusilar a quienes querían arruinarla y él acudió, pero tuvo la mala fortuna de reconocer entre los condenados al hermano de su cuñado y se negó a disparar. El resto de miembros de la partida le afearon su egoísmo: si todos miramos por la familia no mataríamos a nadie y España se perdería. Quisieron fusilarlo, pero intervino su hermano: él trabaja de día para que yo pueda matar de noche, vino a decir. El benjamín enfermó de miedo y de culpa pero salvó la vida.

Al hombre de la camisa de color lo protegió el abuelo. Y para que no lo mataran, él y su hijo menor lo metieron en un coche con sus hijas y su esposa embarazada y los llevaron a una ciudad lejana. El huido enfermó de miedo y de rencor pero salvó la vida.

A los pocos meses, un feto escapó de un útero. Saltó como un caballo salvaje.

Carlos Pérez – Alfaro Calvo

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