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-Te está viendo fi-ja-mente otra vez el Memo ese-  le dijo Sofía con un dejo de picardía. Eran primas hermanas.

  -Esta bueno- contesto la otra, enérgica y sin tapujos. La ceja levantada y la mirada concentrada en el suelo indicaban que para nada pretendía dar un viso de interés. Victoria era una muchacha regia de 16 años, con atesoramientos de la raza europea que en la sierra mexicana pasaban como admirables: ojos verdes como jade, y una tez morena que conjugada con los rasgos delicados embelesaba a los muchachos del pueblo. Cómo no iba a ser si era descendiente del rastro de los franceses durante la intervención de 1862-1867.

  -Dice el José, que le platicó que va a ir a tu casa. Que está juntando lo de la dote y nomás no pierde de vista tu andar…

  -Pues no me interesa.

  Victoria no pretendía casarse. No quería. Su abuela la había acogido después de la orfandad en vida del padre, un viudo alcohólico el cual se había ido a las guerras de revolución, y había dejado a sus tres hijas encerradas en una casa de tejas, todas de primeros años. Solo la mayor, Victoria, había sobrevivido al abandono, mientras las otras perecían de inanición.

  Cuando menos se dio cuenta, él ya estaba en el recibidor de la casa de su abuela, acordando el compromiso como si se tratase de una transacción de compra venta. Tan solo había salido por una cubeta con agua al pozo que se situaba a unos 500 metros, y ya entraba por el quicio como una mujer pronta a portar un ramo.

  -Yo ya cumplí con criarte- le dijo su abuela al salir el hombre. Guillermo se llamaba. Tenía 22 años

  -Pero yo no quiero abuela. Usted me quiere obligar a estar con alguien que no conozco más que de oídas y andadas. Solo me habla en el kiosco para decirme cosas. No me quiero casar con él.

  -Ya estás en edad. Yo ya no puedo responder por ti. Déjame morir tranquila sabiendo que te he dejado a cargo de un hombre al que deberás atender. No me hagas desacato. El 2 de agosto, el día de la Asunción de la Virgen vas a ser su esposa.

  -Pero no lo quiero…

  -Tampoco lo conoces…

  -¡Por eso mismo!

  -¿Y  entonces cómo sabes que es una mala persona?

  Victoria enmudeció. Contra todo argumento el matrimonio ya estaba arreglado. Por el rabillo del ojo una lágrima estaba a punto de crear surcos cuando la abuela la contuvo:

  -Vete a traer más leña para el carbón. Ahora no hay tiempo de llorar. Tenemos que empezar a preparar todo. Y entre más rápido empecemos a preparar la comida, más tiempo tendremos de empezar a coser el vestido.

  Victoria dio media vuelta, para perderse entre los matorrales que relucían un verde fulgurante, y se agachó a tomar pedazos de madera, pensando en que era más fácil inflamar fuego a ese trozo seco, que al amor por un desconocido.

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  Guillermo había comprado tres cerdos y dos borregos. Había costado muchas callosidades en las manos, muchas lágrimas de ardor por el sudor, muchas pequeñas moles en los ojos. Su piel impregnada de la tierra en la que había nacido y crecido le había dado frutos, los suficientes para juntar el dinero dos meses y así lucirse con una comida de fiesta.

  -¡Ya me caso José!- Le dijo cuando éste lo vio afanosamente arando la tierra. –Tengo que chingarle José, tengo que chingarle…-

  -¿Padrino de que me vas a hacer?

  -De lo que sea es bueno. Mientras yo tengo que chingarle.-

  Además, desde antes de ir a pedir la mano, ya se había comprometido con una camisa blanca, y un pantalón café claro. Ese día, no importaba que sus pies salieran lastimados: estaba dispuesto a usar zapatos a como dé lugar.

  Así trabajó afanosamente para tener todo listo mientras corrían las calurosas tardes de verano del trópico mexicano. Dormía ensoñado, y esperaba los domingos para verla en el kiosko otra vez. Pero Victoria no iba. Sentía que ella no quería ni verlo. Pero ella no sabía que él sentía amor con desvelo. Que sus pensamientos estaban en sus ojos, en su fiereza, en su ímpetu. Y arrullado por los grillos, hacía espacio en su cama, en la que ella muy pronto dormiría.

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  Le sudaban las manos. Ella tenía un velo de encaje blanco. El negro de su cabello sobresalía de entre los espacios de las figuras blancas como la luna. El ramo era de margaritas, cortadas del monte unas horas antes. Sofía había sido la encargada de agruparlas y amarrarlas con un cordón para que la novia las sostuviera durante la misa. Corría una tarde de 1939.

  Fue en una capilla de la comunidad. Guillermo llevaba los zapatos charoleados pero empolvados por el andar entre los caminos del pueblo, pero recién limpios con el paliacate que mermaba el sudor de su frente.

  -Victoria, ¿aceptas a Guillermo como tu esposo? ¿Prometes serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?

  Titubeo un momento. “No lo amo. Puedo respetarlo pero no amarlo. Tal vez con el tiempo. Puedo no amarlo, pero lo…”

  -Acepto.

  Guillermo sonrió. Sus ilusionados ojos reflejaban una euforia juvenil, como él que más enamorado quisiera gritarle al mundo desde la punta de los cerros. Ese fue el inició de una nueva estirpe. Con el tiempo y a su manera, Victoria Mendoza Presa aprendió a aceptar a Guillermo Nolasco Gasca. Se entregó a él si no con amor, tal vez con el esmero y la dedicación dictadas a una esposa. Le dio 13 hijos.

Hasta el último de los días, Victoria cumplió ese consorcio con Guillermo. Inclusive viuda, Victoria fomentó la admiración y la exaltación del esposo que no conocía, pero que sin condición le entregara su vida y su corazón. Ese amor lo fundó en mí: Él era mi abuelo.

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