Miraba por la ventana, la hermosa vista del jardín siempre le favorecía a su salud, y se acompañaba de una taza de té, no era por mucho tiempo que podía disfrutarlo como a ella le gustaba, demasiado caliente, le quemaba, frío ya no era el mismo sabor, debía ser tibio. Mantenía la taza entre sus manos, mientras dejaba que sus pensamientos volaran.
Álvaro se acercó a ella con tranquilidad, no quería hacer nada que la perturbara, dedicaba su tiempo solo a cuidarla, por poco tiempo había sido su asistente, y desde que había comenzado tan difícil proceso, se quedaba a su lado.
Emma era una joven de 32, que estaba comenzando lo que parecía una ambiciosa carrera como escritora, con un primer libro que tuvo buenas ventas. Y en su vida personal todo parecía ir de maravilla, ella y su esposo estaban a la espera de su primer hijo, hasta que la sangre le quitó sus ilusiones, la primavera llegó con nueva vida, pero a ella le arrebató parte de la suya; desde entonces solo pasaba los días frente a la ventana.
La armonía que le ofrecía la naturaleza era incomparable, parecía que de alguna manera conectaba con ella misma, y con los demás, porque al final, es lo que somos, parte de un sistema que conecta a todos. Las plantas no hablan, no producen sonidos, excepto el que se da cuando la briza o las gotas de agua juegan con sus hojas y ramas. Erika pensaba que a esa vista tan hermosa le hacía falta algo, música de fondo quizás, pero nada parecía suficiente.
Desde entonces habían pasado seis largos meses.
– ¿Cómo ha pasado el día de hoy? – preguntó Pablo al llegar a casa.
– Hoy hemos conversado un poco más – respondió Álvaro mientras le entregaba una libreta.
Pablo, esposo de Emma, salía a trabajar todos los días, con una sola ilusión en la mente, regresar a casa y ver a su esposa con mejoría; podía haber contratado a una enfermera, o llamar a familiares, pero su esposa parecía más en el presente cuando se encontraba en compañía de ellos dos.
– Gracias por no abandonarnos – habló Pablo.
– Jamás lo haría – respondió Álvaro -, ella fue mi único apoyo, abandonarla a ella, sería abandonarme a mí mismo. Los veré mañana.
Mientras su amigo se dirigía a la puerta, Pablo se acercó con calma a su esposa, estaba profundamente dormida, pero debía cenar e ir a la cama.
La mejoría parecía una montaña rusa, con días en los que podía mantener una conversación normal por horas, y días en los que las únicas respuestas que daba eran monosílabos y una vista perdida.
¿Quiénes somos realmente? ¿Dónde podemos encontrarnos?
Para Pablo la respuesta llegó un día de improvisto, un día que regresaba tarde del trabajo, tomó otra ruta para tratar de ahorrar algo de tiempo, y entonces escuchó algo familiar, el sonido de un teclado, y la voz de una niña pequeña. Fue entonces que acudió a él, el recuerdo de quien fuera una pieza clave en si vida, Dios.
Esa misma noche hizo el pedido, e hizo el espacio, dos días después, las primeras notas comenzaron a llenar el espacio, junto con viejos recuerdos, de una niña inquieta que solía reír a la mitad del ensayo del coro de la iglesia, mientras un niño que aprendía a tocar el teclado la observaba.
– Erika, compórtate – le decía la maestra -, recuerda que la música es una forma de comunicarnos con Dios.
– ¿Y dónde está Dios? – preguntaba Erika.
– En todos lados.
– Pero ¿dónde?
Las preguntas eran insistentes, y las respuestas nunca apaciguaron su curiosidad. Con el tiempo Pablo y Erika se volvieron cada vez más unidos, y terminaron estudiando en la misma universidad, en una ciudad más grande que en la que habían crecido. Por sus ocupaciones y sus vidas se habían alejado de la vida de la iglesia, y de Dios, pero parecía el momento oportuno para reencontrarse con él.
Al principio Pablo estaba dudoso, tenía años sin practicar, pero confió en que, lo que bien se aprende jamás se olvida, buscó las partituras, y comenzó a rezar porque funcionara.
Erika estaba frente a la ventana, hasta que las notas musicales llamaron su atención, pensó que eran el complemento perfecto para lo que se encontraba en el jardín. Una vez que se acabó el té, colocó la taza sobre una mesa, y caminó hasta el origen de la música, se sentó junto a su marido, y guardó silencio por un rato.
– Podrías acompañarme – le dijo Pablo cuando terminó.
– Podría, pero creo que no recuerdo tan bien como tú.
Pablo estaba a punto de comenzar la siguiente melodía, pero Erika detuvo sus manos.
– ¿Dónde está Dios?
– Aquí con nosotros – le respondió -, y él también.
Interprete: David Hernández
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