—Cinco treinta de la madrugada y mañana a trabajar —pensé.

Allí estaba sentado como casi todos los jueves, en aquella mesa que tanto me gustaba del Café París.

Aquel sitio era excepcional. Siempre ocupaba la misma mesa del Café. Situada en el extremo más alejado de la terraza, lejos del humo del interior y del bullicio de toda aquella gente, pero con el ruido suficiente como para notar el calor de aquel lugar. Desde esta mesa tenía una vista privilegiada porque a través de la ventana más cercana tenía en perspectiva a María, una joven cantante de jazz que amenizaba las noches de los jueves con su banda los “Blue Moon”. Me quedaba las horas embobado, escuchando su dulce melodía y viendo cómo se movía y se dirigía al público a través de aquel gran ventanal.

Tenía ante mis ojos la zona más bonita de la calle del Marqués, repleta de terrazas y farolillos de mil colores. Disfrutaba observando a aquellas personas e imaginaba la multitud de historias que tendrían para contar. Era una calle estrecha, empedrada, de edificios de poca altura y cada uno pintado de un color diferente, dándole personalidad propia a cada metro de la calle.

—Caballero, lo siento, pero cerramos en diez minutos —me dijo el camarero.

—Tranquilo me voy enseguida —le contesté—. Pero si pudiera me quedaría toda la noche.

Este lugar era mágico, y ver cómo a medida que la noche avanzaba todo se iba quedando desierto era una de sus exquisiteces. Allí estaba yo con mi última copa, escuchando cómo el ruido del gentío daba paso a la más tranquila soledad. El jazz dio paso al rechinar de las sillas y las mesas, y apenas quedaba un alma recorriendo las calles a esas horas. Tan sólo algún borracho iba zarandeándose por allí.

Mientras recogían las mesas del Café París, yo me aferraba a la mía. Intentaba alargar el último trago mientras me afligía pensando que todo aquello terminaba hasta el próximo jueves.

—Vamos María, daos prisa que quiero cerrar ya, mañana es un día muy complicado y no tengo tiempo para vuestros juegos —le dijo el responsable de mesa del Café a la joven María, que bromeaba al final de su noche de actuación junto a sus compañeros del grupo.

—Sí Juan Carlos, ya nos vamos y deja a María en paz, que bien merecido tiene este momento de descanso —replicó Sebastián, saxofonista de los “Blue Moon”, que vivía enamorado de María y que, aunque había tenido algún que otro encuentro amoroso con ella, nunca hubo una relación seria entre ambos. Sebastián suspiraba por ella cada noche al oírla cantar y soñaba con que algún día su amor se viera reflejado y correspondido por María, pero la historia de su vida no parecía que fuera a ser ésta.

María era una joven muy independiente que nunca había creído en el amor, en parte porque la relación de sus padres terminó muy mal. Vivió su infancia viendo como dos personas que se suponía que se amaban, no lo hacían. Nunca se creyó aquello de que había nacido del amor de sus padres, algo que siempre la causo contradicción y amargura. Por otra parte, la clase de hombres que se le acercaban cada noche no eran especialmente lo mejor de su especie. La noche siempre había venido para ella llena de soledad y enfrentada a un mundo hostil dónde solía sentirse presa de obsesos que sólo buscaban la belleza de su cuerpo. Por ello la música era su refugio especial, a través de ella canalizaba todos esos sinsabores de la vida y le daba la fuerza para enfrentarse a todo.

La verdad era que María causaba un efecto especial en los hombres, porque la clientela del Café París era muy distinguida y educada, pero los jueves, cuando los “Blue Moon” aparecían en escena, aquello se convertía en un espacio complejo donde todo tipo de seres se reunían al son de una voz celestial en combinación armoniosa con unas curvas de mujer.

Apenas quedaban dos mesas por recoger. Me levanté, recogí la nota del camarero y me la guardé en el bolsillo. Era otra de mis manías, quería conservar de algún modo cada una de esas noches del Café París y llevando conmigo la cuenta conservaba parte de aquello para siempre.

Me puse mi chaqueta de tweed, levanté la mirada al frente y entonces ocurrió algo único e inesperado.

María apareció por la puerta del Café, salía acompañada de un par de músicos. Por un momento sentí que el tiempo se paraba, que mi corazón dejaba de latir. Sin intención alguna me quedé pasmado ante María, no sabía cómo reaccionar. Instintivamente me puse a caminar a su encuentro, no podía evitarlo y ella no parecía haberse dado cuenta de mi presencia, pero yo les aseguro que la suya era más que evidente.

Durante esos instantes mi mente recorrió cada una de sus curvas, de esos cortos y precisos pasos hacia adelante mientras contoneaba sus caderas. Su cabello parecía flotar en un mar de aromas dirigidos directamente hacia mí. Sus labios carnosos, sus dientes anacarados y una piel que parecía susurrar sutiles caricias.

El choque de nuestros cuerpos parecía inevitable. Ella levantó la mirada, sus párpados aletearon con majestuosidad y nuestras pupilas se encontraron. Para entonces, el impacto era inminente y nada podría evitarlo.

Ella echó sus manos al frente y las mías, como si de un imán se tratase, respondieron con el mismo gesto. Mis manos chocaron con las suyas y nuestros dedos se entrelazaron para terminar apoyados sobre nuestro abdomen. Sentí cada una de las rugosidades de su piel, la suavidad de sus palmas y nuestros pechos quedaron a un milímetro de encontrarse.

Pude oler su piel e impregnarme con su aroma. Nuestros labios estaban alineados y su mirada fugaz pareció ser eterna para mí. Era la felicidad manifestada allí mismo, era como un dulce sueño de esos de los que nunca quieres despertar.

FIN.

#créditos musicales

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