Guillermo Ido dejó la copa de Calvados sobre el aparador holandés, se descalzó las pantuflas de fieltro y dio una última calada al habano, cuya vitola resplandecía como una joya al reflejar las llamas de la chimenea. Miró por los ventanales del salón norte. Caía un aguacero tan intenso como el pesar de su alma. Era más una noche que un día, aunque en el reloj de pared se mostraba una hora cercana a la una de la tarde. Sintió cierto consuelo al pensar que lo interior y lo exterior estaban alineados. No había ninguna grieta, ninguna inconsistencia, ninguna fisura a la que asirse. Guillermo Ido se dirigió al fondo del salón y por el interfono indicó al servicio que no era preciso que preparasen el almuerzo. El velado regañadientes de la asistenta, lejos de irritarle, le resultó divertido. Un pequeño solaz que se precipitó de inmediato en el abismo sin fondo de su alma. Guillermo volvió a correr las cortinas con torpeza, pues no atinaba con tan mundanos quehaceres. Sofocó la llama de la chimenea con ayuda del badil con mango de nácar, herencia familiar, como casi todo lo que le rodeaba.
Guillermo Ido se dirigió al centro del salón. Al desplazarse ceremoniosamente por los baldosines ajedrezados pensó fugazmente en la figura de un alfil que se precipitaba a un jaque. Tras unos leves ejercicios de estiramiento, tomó carrerilla a lo largo de la alfombra persa, clavó los pies en el sofá y, con un salto más de batracio que de hombre, cruzó por los aires el resto de la estancia. De esta manera, Guillermo Ido consiguió atravesar el óleo que colgaba de la pared sur, en el cual estaba inmortalizada su amantísima Patricia, así como el idílico jardín de la casa de campo.
Guillermo Ido no sintió dolor ni molestias. Tampoco oyó grandes estrépitos ni el aullido infernal que se produce, como consta en el imaginario popular, al traspasar el abismo espacio-tiempo que lo separaba del mundo de las pinturas al óleo.
Comprobó que estaba entero, si bien se había convertido en un amontonarse de colores y texturas. Lejos de sentir miedo, le aturdió una inmensa felicidad. Guillermo Ido se había vuelto liviano, casi ingrávido, y esto le trajo recuerdos de cuando, de chiquillo, dejaba ir su cuerpo laxo bajo las olas del mar, imaginando que estaba muerto. Estaba hecho de gruesos empastes, esto le otorgaba una apostura expresionista muy de su agrado, sin embargo, dificultaba un poco su movilidad. Al acercar sus manos para observarlas, veía como la pintura se reagrupaba pesadamente, con cierto ralentí, si bien creaba efectos temporales de esfumado y de formación del color que le resultaban muy estimulantes desde el punto de vista artístico, pues el arte era una de sus pasiones.
Habituado a su nueva existencia, tomó contacto con el entorno: en los árboles del jardín se fundía el verde esmeralda con el ocre que el ocaso colgaba de las ramas. El cielo era una entraña abierta. La hojarasca configuraba un crisol de colores. Por el camino de grava vino hacia él un volumen blanco con motas de añil: se trataba de su fiel perro Noche, perfilado con enérgico trazo. Bajo un emparrado, en una poltrona de mimbre, posaba su amantísima Patricia. El vestido azul turquesa con brochazos violeta daba a la obra un contrapunto de tonos fríos.
Guillermo Ido se aproximó con cautela al emparrado. Tomo asiento en una poltrona aledaña a la de Patricia, instaló a Noche en su regazo y, con gesto solemne, se dispuso a posar para la eternidad.
Patricia lo miró de soslayo, con un mohín de impasible desprecio.
Música: In the garden. Albúm: Voyager. Max Richter.
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