La voz de Joan Manuel Serrat y los versos de Miguel Hernández contando la penosa historia del «niño yuntero» motivaron otra historia, la de Andrés,  que una vez fue verdad.


 Lo conocían como «el hermano de Nazareno». Los dos eran morenos, tan igualitos que muchos pensaban que eran mellizos. Andrés había cumplido en abril  catorce años y hacía tres  que estaba en tercer grado. 

Esta vez, al finalizar los cursos,  cuando llamaran a los promovidos por extraedad, lo nombrarían a él. Todos sabían que ya no podría continuar en esa escuela socializando con niños de ocho o nueve años.

Andrés era diferente. En lugar de llegar a la escuela en auto, camioneta escolar o a pie como los otros, lo hacía en un enorme carro de madera medio destartalado arrastrado por un caballo flaco que era conducido por su madre. De ella había heredado la piel negra, el cabello motoso y el aspecto robusto.

A la hora de entrar a clases, por su altura, era el último de la fila. Vestía con orgullo una impecable túnica blanca con moña azul que le habían proporcionado las autoridades. También había sido privilegiado con útiles, libros, mochila, y hasta un par de zapatos deportivos de su talla, regalos que recibió con el solo compromiso de asistir todos los días a la escuela y tener sus cuadernos cuidados y prolijos.

Sus tareas no eran las mismas que las del resto del grupo y las exigencias tampoco. El sabía bien que se premiaba su esfuerzo y sus buenas actitudes.

Por ejemplo, Andrés no podía entender el número diez. Contaba con los dedos correctamente pero el diez no sabía escribirlo. Eso del uno junto al cero no lo entendía. Mucho menos el once cuando el uno tenía que escribirlo junto a otro uno. 

Cuando a fuerza de explicaciones parecía comprenderlo, llegaba el doce, se confundía de nuevo y entonces, para formar el dos del doce, él escribía otro uno a continuación del once.

La maestra de primer grado venía a veces para intentar ayudarlo con nuevas estrategias. Quizá alguna lucecita se encendería en su mente usando el ábaco u otros materiales como chapitas o semillas que los más pequeños guardaban en bolsitas formando decenas. 

Con las palabras le pasaba algo parecido.  A veces las escribía en sílabas separadas y a veces  todas pegadas. ¡Hasta él que las había escrito,  no podía reconocerlas ni leerlas!

Andrés disfrutaba los viernes de la clase de plástica. Era creativo, demostrativo, efusivo y alegre a la hora de expresar sus emociones.  Sus compañeros lo admiraban porque sus trabajos eran verdaderas obras de arte.

Para un festival, los niños se disfrazaron de árboles formando un bosque para recrear una canción. Pegaron hojas en sus brazos y otros, como simpáticos animalitos o vistosas flores, completaron la escena. Andrés  también quiso participar y se creó un disfraz de viento  con trozos de nailon cortados en flecos que ató a su cuerpo. Iba corriendo entre los árboles y los animales, arrasando con todo lo que encontraba a su paso al ritmo de la música. Puso entonces de manifiesto y sin vergüenza  su incipiente homosexualidad cuando se identificó más con las niñas que con los varones.

Un día de lluvia todo cambió. La maestra suspendió la actividad y dejó su lugar al frente del salón; los niños colocaron sus sillas formando un círculo y en el centro se sentó Andrés. Inventaron el juego de las entrevistas  para conocer más al compañero que no sólo se diferenciaba de ellos por altura y edad.

Andrés les contó a todos que vivía en la playa en un rancho precario cerca del mar. Su cama era un colchón de pinocha en el piso y compartía una única habitación junto con su madre y su hermano. Cada día ponían en una olla lo que podían y en un fuego fuera de la vivienda, lo convertían en alimento. Luego lo comían con avidez para calmar su hambre.

Pero lo más llamativo era que a diferencia del resto de sus compañeros, Andrés trabajaba por  las mañanas. Era repartidor de un almacén y, aquel que nunca pudo aprender el número diez, manejaba monedas y billetes, cobraba y daba vueltos y era capaz de hacer, por la necesidad de la vida, las operaciones matemáticas más complejas.

– Si me equivoco… ¡uy!!!! –les dijo- La señora me lleva al fondo y me pega mucho. Todo tengo que hacerlo bien y sin romper nada.

Con asombro los niños quisieron saber más: –¿Y te pagan Andrés?

-¡Siiiiií! –dijo él– Los sábados a mediodía. –Y agregó-: Separo una parte para ayudar a mamá con la olla y otra, las monedas, las guardo en una  bolsita que escondo en mi colchón. Un día yo con esa platita le voy a comprar a ella una casa grande –concluyó ante la emoción de sus compañeros.

A fin de año promovió por edad, pero nunca más volvió a la escuela. No podía. Con quince cumplidos debía ir a un curso de adultos y en esa localidad no había ninguno. Entonces se quedó en la playa, jugando en su cama de pinocha. Adoptó la costumbre de pasar en el carro  los miércoles por la casa de su querida docente, para gritarle bien fuerte «¡hola maestra!» como queriéndole decir «¡presente!» de nuevo.

Hoy,  diez años después, sus motitas las tiñe de rubio, se viste de mujer y se sube a cuanto auto se le acerca para cambiar sexo por dinero.
Un día en el centro comercial, Andrés se encontró con su maestra de tercero. Estaba rodeado de niños pequeños tan negritos como él. Los entretenía con entusiasmo vestido con pollera corta y labios pintados de rojo. Se veía feliz mostrando su verdadera naturaleza femenina. Pero al ver a su maestra sintió vergüenza de ser reconocido y  por un instante, se sonrojó y quiso volver a ser de nuevo aquel niño que nunca pudo aprender el número diez.

Canción :«EL NIÑO YUNTERO»

Álbum: Miguel Hernández

Artista: Joan Manuel Serrat

Fecha de lanzamiento: 1972

Géneros: Pop, Rock en español, Argentinian Rock


©2023Susana Brusco

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