UN GATO ENAMORADO

UN GATO ENAMORADO


5:50 AM. Abro los ojos  antes de que suene el despertador. Aunque acostumbro ponerlo solo cuando se trata de una ocasión especial, siempre mi despertador interno se activa unos minutos antes. Esta, sin duda, es una ocasión especial: mi primer día de clases en la universidad. Por fortuna, mi amigo Alex vive a solo unas cuadras y tiene un auto que, aunque es muy sencillo, le compró su papá para que pudiera moverse con libertad ahora que es ya un joven universitario. Se trata de un sedán “nuevecito de paquete”, como dicen en esos programas de concursos en la televisión donde nunca, nadie, logra sacárselo. Cuando alguien está a punto de obtenerlo, surge siempre el famoso “lástima Margarito”, perdiendo todo lo ganado. 

Me levanto como impulsado por un resorte y, lo primero que hago, es apagar el despertador antes de que este se  active. No soporto el RIIIING… que emiten estos odiosos artefactos

Aún tengo treinta minutos antes de que arribe Alex, así que mejor me doy un baño rápido y tomo un poco de yogurt y un cereal, para no salir de  casa con el estómago vacío, pues aparenta ser un día muy movido.    
        
Recién termino de lavarme los dientes, cuando escucho el BIP, BIP clásico del auto de mi amigo. 
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Me apeo e iniciamos, emocionados, el recorrido de veinte minutos que nos separa de la uni.         

—Mira —me dice Alex—, le acaban de instalar un stereo y traje un casete para ir escuchando música. 

Lo inserta y se empieza a escuchar “El Payaso”, seguida de “La nave del olvido”, “Amar y Querer” y muchas otras canciones. Se trata de José José, el Príncipe de la canción, no hay duda. 

Llegamos a la escuela y, al aparcar, coincidimos con una chica que se encuentra bajando de su auto. Al mirarnos nos sonríe, al mismo tiempo que se sonroja. 

—¡Órale! —le digo a mi amigo—. Parece que empezamos bien. 

Después de la primera clase tenemos un par de horas libres. Entramos a la cafetería y la vemos sentada, sola, leyendo un libro, o eso parece. Al reconocernos nos regala otra sonrisa y se apresura a cerrar su libro e introducirlo en su mochila, abandonando el lugar. 

Alex y yo nos volteamos a ver como tratando de entender qué fue lo que pasó.  Encogemos los hombros y nos sentamos en una mesa vacía. 

Esto se repitió los siguientes días, como tratándose de un “déjà vu” hasta  que un día, mientras nos encontrábamos en clase, la vi pasar frente a nosotros. Iba luciendo, en su esbelto cuerpo, un pequeño short color rojo a juego con una boina y unos botines del mismo color . En ese momento sentí que algo dentro de mí se paralizaba, literal, y la baba escurría por la comisura de mis labios. Era la primera vez que esto me sucedía. 

Sin pensarlo, ni importarme que el profesor aún no concluía su cátedra, abandoné el salón y, teniendo precaución de que no me viera, la seguí. 

Ingresó a un salón en el edificio de humanidades, sentándose en la primera fila. Me dirigí a la oficina  de la escuela y pregunté qué materia impartían, a esa hora, en ese salón. 

—“Historia de la población” —me contestó la secretaria. 

—¿Y, qué necesito para inscribirme? — pregunté. 

—Lo siento, pero el curso está cerrado —obtuve como única respuesta. 

Desilusionado, regresé a la escuela de Ingeniería, a la que yo pertenecía. 

Esa noche no pude dormir tratando de idear un plan para inscribirme en ese curso. 

A la mañana siguiente, pasó Alex por mí, como todos los días. 

—¿Aún tienes el casete de José José? —le pregunté. 

—Sí —me dijo—. De hecho, es el único que tengo. 

—¿Podrías poner la canción esa que dice: “Casi todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar…”?

—No me vayas a decir que “Caperucita Roja” —como habían bautizado a la chica—, ya te flechó.    

—La verdad es que no solo eso, sino que me trae “cacheteando el pavimento” —le confesé—. ¿Puedes poner otra vez esa canción? 

A partir de ese día, todo el camino a la uni lo recorríamos escuchado y, cantando a gritos como un par de locos, la misma canción. Duraba exactamente tres minutos con cincuenta y cuatro segundos, por lo que la escuchábamos siete  veces, y teníamos que esperar  veinte segundos antes de que terminara, para apearnos del auto.  

Ese día, me presenté en la clase de “Historia de la Población” y me senté en una banca vacía al final del aula. Al terminar, abordé a la maestra y le pregunté  si podía asistir de oyente a su clase, ya que ese tema me interesaba mucho, (aunque la verdad era que no tenía la menor idea de qué iba), pero no había cupo en su cátedra. 
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—Por mí no hay problema —me dijo—, siempre y cuando cumplas con todos los trabajos requeridos y estés consciente de que no obtendrás una calificación ni algún reconocimiento con valor curricular.  

Acepté gustoso y, al otro día, me presenté puntual, a la clase. 

—Hoy —dijo la maestra—, asignaremos  el trabajo final, que representará el cincuenta por ciento de la calificación. Hay trece temas, y ustedes son veinticinco, por lo que formarán parejas. 

Al final, Caperucita quedó sola, y el único tema libre era “Métodos Anticonceptivos Modernos”, por lo que la maestra nos pidió que formáramos una pareja, a lo cual, a pesar del tema, y de lo tímido que yo era, acepté encantado. 

Fue así como inició una amistad que prevaleció durante toda nuestra estancia en la universidad. Nos volvimos inseparables, pero ella dejó siempre muy en claro que me quería solo como el hermano que nunca tuvo, y que el Amor era otra cosa.

Al concluir nuestras carreras, cada uno tomó su rumbo. Bien decía mi  madre:   “La novia del estudiante jamás será la esposa del Profesionista”. 

Un día, me enteré de que se había casado y formado una bonita familia. Me alegré mucho por ella, y a partir de entonces cambié a José José y “Amar y Querer”, por Roberto Carlos y “Un gato en la oscuridad”. 

— FIN—

BASADO EN HECHOS REALES


 

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