Las 9 en punto y como cada sábado empieza la clase en Fuegos, la escuela de cocina.

Un viejo bodegón alberga ollas, sartenes, platos y a un grupo de soñadores.

La chef Sonja , una noruega cuarentona y con bastante experiencia, toma las riendas de su delantal y golpea la pizarra con el borrador para captar la atención de un alumnado medio dormido.

Casi todos son cocineros que trabajan hasta muy noche. Se ven cansados, pero necesitan la documentación que los acredite cómo profesionales para permanecer legalmente en el país.

La instructora con voz enérgica comienza su cátedra diciendo que la cocina no es para cualquiera, que el agotamiento es parte de la profesión, que no deberían estresarse , y un largo etc. que repite todos los sábados.

Ellos saben que es verdad lo que dice pero también saben que Sonja siendo chef del Allumette, el mejor restaurante de la ciudad también se cansaba, se estresaba y por eso decidió dedicarse a enseñar, o al menos eso pensaban.

Los cuchillos comienzan a golpear los indefensos trozos de carne que se meten entre los dedos de los alumnos como queriendo salvarse, luego sin ningún tipo de remordimiento las hábiles manos lanzan los pedazos carmesí en el aceite hirviendo, que chilla y se retuerce en una olla de acero quirúrgico.

Es un grupo ecléctico, dónde conviven rusos, turcos, griegos, mexicanos y algún que otro argelino.

Sonja se ha propuesto enseñar a cocinar y a vivir, ya que ella también viene de otra tierra y sabe de sobra lo que es el dolor y la exclusión.

Pero ellos tienen algo que ella no tiene: tiempo.

Nadie sabe que no está bien, que sus ojos azules y enormes se cerrarán para siempre dentro de poco.  

Sus huesos ya no pueden sostenerse ni sostenerla y el mal camina por cada una de sus células.

Un argelino lagrimea en la esquina de una mesa mientras corta cebollas para la quiche Lorraine, aunque intenta disimular, sus compañeros se ríen y le toman el pelo.

El tocino crepita sobre el fuego mientras una espátula de madera lo menea de un lado a otro con impaciencia.

_Rectifique sal señor! cuide su punto de cocción que su carne está cruda! _ grita la chef con impaciencia, y aunque les grite no pueden enojarse ni molestarse con ella, la respetan mucho como persona y como maestra. Y ella no lo ignora, porque también les tiene estima y le conmueve esa fuerza incansable, esa ferocidad que tienen los inmigrantes, queriendo comerse un mundo lleno de zozobra y violencia.

Por alguna razón los estudiantes confían en ella y aunque es ruda, mal hablada, exigente y nada simpática, confían.

Saben que hay algo que no les dice.

A veces , mientras el horno borda de oro panes franceses, ella se sienta con las manos entrelazadas sin decir palabra.

No se da cuenta que la observan, pues se va tras unas aguas heladas y más bien grises y unos copos de nieve sucia en su Noruega natal .

No suelta ni una lágrima que se vea.

Después de todo no gana nada con llorar y tampoco nadie puede hacer algo por ella, ni lo pretende, se conforma con esos minutos muertos en las cocinas donde puede conectar con los sonidos, los olores, las texturas, las temperaturas de los alimentos escogidos, y tratarlos como siempre lo ha hecho; con destreza si pero con una pasión y un buen gusto que impactan. Sus estudiantes lo saben , lo disfrutan y quisieran parecerse a ella , en cada paso que da dentro de la cocina, en cada pizca exacta de sal que agrega, en cada corte perfecto que ejecuta, en cada vuelta que da al hojaldre, en cada huevo que fríe, en todo lo que toca, casi como un gran músico lo hace con su instrumento; el de ella: un cuchillo.

El horno avisa que la quiche está lista. Sonja toma un guante para retirarla sin quemarse y cae . No entiende como, y sus pies no obedecen órdenes, ni siquiera de una gran chef .

Sus enormes ojos solo ven como el ventilador del techo gira y levanta una brisa agradable que alivia su inmenso dolor de huesos y una batidora impertinente sigue batiendo juntos merengue y su agonía, mientras oye decir a un argelino que llega tarde a clase :» ya me entregaron el diploma»!.

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