Credo in Deum Patrem omnipotentem

Credo in Deum Patrem omnipotentem

Cuando Eduardo Sierra encontró finalmente a dios, en lugar de dar saltos de alegría, persignarse o tirarse de los pelillos de la nariz, se quedó mirando el ordenador con los ojos entrecerrados de incredulidad y una lágrima columpiándose en la punta de sus pestañas. Su búsqueda, por fin, había concluido. Internet le acababa de mostrar, de una manera casi definitiva, la pasta de la que estaba hecha el sumo hacedor.

Pero a pesar de todas las evidencias, había dedicado tantos años a esa búsqueda que le resultaba difícil aceptar que ésta hubiera llegado a su punto final y que el cursor que parpadeaba en una pequeña ventana abierta en la pantalla de su ordenador constituyera la representación física de dios en el universo. Solo al comprender esta realidad, Eduardo sintió algo parecido a un escalofrío: del otro lado de esa ventana, a un golpe de click, estaba el creador.

–Que quieres.

Eduardo tardó en descubrir la frase que latía en la ventana, concentrado como estaba en  examinar la simplicidad de la página web y en descubrir alguna clave en su construcción que le desvelara quizá una verdad oculta, un mandamiento, una revelación. Pero su lenguaje era tan sencillo que cualquier usuario con un mínimo de conocimiento podría haberla desarrollado en una mañana. Tal vez era eso lo que buscaba dios: la ingenuidad del verdadero creyente, la lealtad de quien le busca sin reservas en la maraña de la red.

–¿Eres realmente YHVH, por otro nombre ELOHIM, o simplemente dios? –escribió Eduardo, al tiempo que sentía los dedos tan entumecidos que parecían garras de algún ave rapaz.

–Llevas seis años buscándome en la nube, a razón de siete horas al día, y no se te ocurre otra cosa que preguntarme.

Eduardo estuvo de acuerdo con dios. La pregunta era tan estúpida que estuvo tentando de cortar la comunicación. Pero a ver quién era el guapo que le cerraba la puerta de casa al creador. Buscó instintivamente la taza de café junto al teclado del ordenador pero al encontrarla entre los libros ni siquiera hizo el gesto de estirar la mano hacia ella. Estaba tan aterrado y tenía tantas cuestiones que formular a dios que dudaba si encontraría las palabras adecuadas. Con frecuencia le costaba comunicar lo que sentía o quería. Ésa era una de las razones por las que apenas si tenía amigos. Aunque en realidad, amigo amigo no tenía más que a internet, si a un red de comunicación mundial puede considerársela como un ser vivo con algo parecido a pensamientos o emociones. Se sintió tan deprimido que bostezó.

–Quieres algo de mí. Estoy muy ocupado.

–¿Por qué eres tan difícil de encontrar?

–No voy dejando tarjetas de visita por el universo. Es eso lo que querías de mí.

Eduardo leyó un par de veces las frases de dios, que aparecían sin signos de entonación, hasta encontrar la interpretación más acertada.

–Me has buscado en más de sesenta millones de paginas web para callarte ahora.

La pregunta le abofeteó el rostro como si alguien le hubiera arrojado un guante a la cara. Reprimió el gesto de llevarse la mano a la mejilla y escribió.

–Necesitaba creer en ti.

–Yo no –contestó dios en una milésima de segundo-. Estoy conversando a este nivel con otros cinco millones de seres simultáneamente y no puedo demorarme contigo ni un minuto. Ése es todo el tiempo que te concedo.

Eduardo sintió que se le hacía un nudo en esas garras que se parecían tanto a sus dedos. Dios era ahora una infinita red de comunicación. O quizá lo había sido siempre. Se imaginó millones de conexiones enlazadas a través de un universo inabarcable, una especie de cuerpo vivo ilimitado por el que corría una red infinita de nervios y de neuronas que fluctuaba a distintos niveles de consciencia.

–¿Por qué creaste el universo?

La respuesta de dios tardó un segundo en salir disparada de la ventana hacia su rostro. El golpe le obligó a parpadear.

–Me aburría –leyó y trató de asimilar las connotaciones de la frase. En alguna parte de su mente, más allá de su propia consciencia y oculto entre capas y capas de recuerdos laxos, sintió que algo comenzaba a resquebrajarse. Era como si alguien hubiera echado una sábana por encima de sus creencias, hubiera cerrado de un portazo y se hubiera tragado la llave con la intención de no volver a abrirla jamás.

–Pensaba que había algo de amor hacia nosotros en ese acto.

El cursor parpadeó durante cinco segundos interminables. Eduardo interpretó el tintineo como algo parecido a la risa de dios. Y no era nada agradable de escuchar.

–Ya he perdido la cuenta de todo lo que he creado en este universo. Solo pensarlo me supone un esfuerzo penoso.

–Entonces, ¿hay más gente como nosotros en el universo?

–Si escucharas lo que digo no harías preguntas ociosas.

Mientras leía, Eduardo buscaba desesperadamente algo profundo que preguntar. Pero no se le ocurrían más que tópicos que dios no iba a tomarse la molestia de responder.

–Me gustaría verte. ¿Puedes ponerme en modo videoconferencia?

–Me decepcionas, Eduardo. No soy un jodido internauta. Estoy en las vísceras de la nube, o para ser más exactos, formo parte de ésta como de otras miles de redes de infinitivos mundos. Yo ayudé a crear también internet. O más bien lo iluminé. Pensaba que después de tantos años de búsqueda lo habrías entendido.

–Entonces para ti solo somos un entretenimiento –escribió Eduardo, maltratando las teclas con las yemas de sus dedos.

–Celebro que me preguntes con una afirmación. Te quedan veinte segundos.

Eduardo se lanzó sobre el teclado sin pensar. Sus dedos escribieron antes de que él mismo se planteara la pregunta a nivel consciente.

–¿Qué hay después de la muerte?

–Qué había antes de la vida.

–¿Debo interpretarlo como una pregunta o como una respuesta?

–Qué prefieres.

–No te reconozco.  

–Ego sum qui sum. Tampoco tú eres lo que pretendí que fueras.

Eduardo se sintió tan desilusionado que apenas pudo contener la rabia que le oprimía las sienes. Sus pulmones se saltaron una aspiración mientras concentraba su pensamiento en sus dedos. Le temblaban las mejillas, los párpados, el pelo.

–Voy a seguir buscándote. Voy a gastar toda mi vida en ello.

–Eso ya lo estás haciendo.

–Y si eres dios, si eres quien creó toda esta mierda, voy a terminar por encontrarte. Te encontraré de nuevo. Y entonces estaré preparado para preguntarte todo lo necesito saber.

La ventana por la que se asomaba dios se oscureció bruscamente. Luego, un par de latidos de corazón más tarde, volvió a aparecer el cursor, un punto blanco sobre una superficie negra, una estrella encendida sobre un fondo de firmamento opaco.

–Te estaré esperando –escribió dios a modo de despedida.

La ventana desapareció y la página web comenzó a derrumbarse ante sus ojos como un edificio del que iban cayendo cascotes y escombros que se desmenuzaban en un polvo viejo antes de tocar el suelo. La pantalla quedó finalmente vacía, de un blanco que hacía daño a sus ojos y que extraía gotas de rocío de sus lagrimales resecos.

Lentamente, muy lentamente, Eduardo se incorporó en el asiento y reinició el navegador. Cuando surgió la familiar página del buscador, escribió los cuatro caracteres del nombre dios. El resultado del motor de búsqueda le ofreció más de setenta millones de páginas que visitar. Se echó hacia atrás mientras buscaba la taza de café y se la llevó a los labios sin dejar de mirar la pantalla. El café estaba helado. La búsqueda de dios le llevaría otros seis o siete años de su vida, siendo optimista. Pero tenía tiempo. Dios le había insinuado que en su próximo encuentro estaría preparado para comprender. Y necesitaba seguir creyendo en él, en internet.

Dejó la taza junto al teclado y abrió la primera de las más de setenta millones de páginas que tenía aún por delante. Y mientras buscaba a dios en todas ellas, podría ir seleccionando las preguntas. Porque le encontraría de nuevo. Aunque se dejara la vida en el intento, aunque expirara con la cabeza caída sobre el teclado del ordenador, al final terminaría por saberlo todo.

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