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      «Vivo de aquello que los otros no saben de mi» 

PETER HANDKE

 

Querido Roland:

«¿Quien soy?», te preguntabas con caligrafía algo temblorosa en el párrafo más vertiginoso de tu última carta.

Así enunciada la cuestión, en el contexto de tu comprensible temor a la invasión orquestada hace tiempo por las máquinas para adueñarse de tu intimidad —»de nuestras intimidades», como bien me aclarabas—, anticipo que la respuesta terminará por afirmarte en tu antigua convicción de que la vida es un sueño a la deriva en un mar de sombras. 

Por mi parte prefiero no disertar demasiado sobre ese tipo de cuestiones, Roland. Son agotadoras y mi experiencia me dicta que acaban por no llevar a ningún lado… más que, tras unos cuantos malabarismos retóricos, a uno mismo, un sitio que con el tiempo se vuelve siempre demasiado aburrido. 

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Por cierto, tras revelar e imprimir la foto que le hiciste a Bernadette durante tu última visita, se la envíe por correo, como me pediste.  Al mirarla, me escribió poco después, se burló durante un buen rato de sus arrugas, que para mí, la contestaría luego, cada vez más son como pictogramas cuyos relieves me recuerdan al detalle su vida legendaria. Me pregunto porqué tú, a pesar de ser poco más de diez años más joven que Bernadette, apenas tienes más que unos pocos y finos pliegues alineados en tu rostro. Su significado se me antoja casi imposible de descifrar. ¿Hablan quizás de algo parecido a una levedad que, en contradicción con tu vocación fatalista, se habría ocupado de salvarte la vida?

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El caso es que hace unos días,  tan infatigable y risueña como siempre en su voluntad de ayudarnos a vivir sin miedo, Bernadette, como si adivinase tus angustias en la forma que habías tenido de fotografiarla y se hubiese dejado contagiar por ellas, me escribió:

«Quizás la muerte sirva justamente para curarnos del aburrimiento creciente de ser uno mismo».

Por mi parte te diré que si tuviese que aceptar mirarme en el espejo de esa pregunta con que insistes en castigarte, debería confesarte que, más que en mí, me gusta pensar en los otros, y si acaso sentir que eso es lo que soy: los otros que me habitan y me hacen ser quien soy. 

Un ejemplo nada retórico: como probaría esta correspondencia, tú también soy yo. Todo en tus cartas de tinta, papel y matasellos me llena y me completa. Por lo demás, de los variados gozos que despiertan en mí, me quedo con su ser tangibles: a veces hasta creo reconocer en ellas tu olor típicamente bretón.

Así que por favor no te confundan mis rizos verbales y los frecuentes sarcasmos con que a menudo te contesto: tus gestos y reflexiones casi siempre consiguen tu objetivo y avivan en mí la desconfianza frente al ejército de pixeles y bites que transforman cada palabra que tecleamos en alimento para el gran robot que, según tu visión tan sensatamente profética, acabará por controlarlo todo y a todos.

¡Ay, Roland, palabras las tuyas cuyo vivo trazo consigue seguir siendo tan auténticamente humano! Qué violento contraste con la visión del flujo inerte que son las mías, no sólo intangibles, además atemporales (de hecho ese nuevo dios del que me hablas a menudo,  promete que serán eternas aunque nadie más volviese a leerlas), palabras tan dóciles también, que se dejan clonar sin pausa en circuitos y protocolos computacionales que no alcanzo a comprender como consiguen que, al cabo, mis palabras lleguen a alguna parte y aún alguien pueda reconocerme en ellas.

Antes de despedirme, reconozco que el obligarte a que te pongas frente a una odiada pantalla solo porque la artrosis aguda que deforma mis manos no me deje ya otra opción que acudir a un teclado para escribirte, casi hace que me sienta como el más vil de los canallas. Disculpa que abuse de tu paciencia y de esa infinita disposición al perdón que hacen de ti la más bellísima de las personas.

Sobre todo gracias, Roland querido, por tu fidelidad epistolar y tu prosa siempre incitante —¡y a ráfagas tan temeraria!—.

Un abrazo grande y fraterno,

Ramón

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