Pincho el enlace, una y otra vez.

Miro y remiro, observo y disfruto. Veo.

De perfil a cámara, en primer plano y en contrastado blanco y negro, aparece un cantante-actor. Recibe los aplausos intensos de un público que espera ansioso el torbellino de fuerza escénica. Un foco de luz, en picado sobre su figura. Se perfila el estrecho campo de batalla. Un solitario micrófono, receptor de la Voz y la saliva. De su bocaza, un labio inferior sobrado en carne, acentúa su aspecto caballuno. Por el sudor del pelo sabemos que se encuentra a mitad de un concierto o quizás en sus últimas canciones. La mirada es serena y segura. Las cejas, triste melancolía. Su labio inferior …

Comienza a cantar con mesura acompañado por la ligereza de un acordeón triste. Sabe que los inicios han de ser siempre suaves si se quiere llegar a lo más alto (como una ola que viene y que va), que primero hay que cantar mecido por la marea de un puerto en calma para después introducirse en tempestades representativas de alta mar, donde tan sólo cantantes experimentados como él, consiguen domar los violentos oleajes de emoción y las furiosas puestas en escena.

Canta marcando a fuego las sílabas finales, subraya las erres haciendo gárgaras de espesa saliva, escupe palabras como ladrillos, alto muro de frases mugrientas, frases que cuentan historias de hombres rudos fondeados en el puerto de Amsterdam. La caracterización espiritual en marino borracho y desahuciado, firme y orgulloso, le oprime la piel, le corroe por dentro. Cierra los ojos decidido a sacar la verdad de su corazón.

Entra un piano para acompañar el fondo musical y aumenta el tono explosivo del cantante. Subido a su puente de mando, el desequilibrio de las olas de la emoción le agitan el cuerpo, le obligan a apuntalarse, brazos en cruz y piernas abiertas, para contrarrestar el culebreo marino.

Y nos cuenta que tras una buena comida viene un buen eructo, que no piensa más que en poseer a una mujer ante la que se ofrece como alma en pena, como un ser inocente. Tan sólo desea su momento para descargar la hombría. El amor para los marinos, ya se sabe, es prohibición y tabú. El tiempo interminable en los mares, océanos y puertos, y sus pobres vidas, siempre pendientes del fino hilo con el que Neptuno, Eolo y sobre todo Zeus juegan en forma de corrientes, vendavales y demás tropelías, le auguran para siempre un futuro incierto. Pero no por ello se olvidan de dar de comer a su instinto animal que para eso está ahí. Y éste exige mucho, su hambre es voraz e infinita. Quizás si no formara parte de sus vidas, su existencia sería menos compleja, más dedicada al mar. Pero el placer que les proporciona ese veneno que quema entre las piernas, equilibra las mil y una fatalidades con las que son golpeados con frecuencia.

Un enérgico zoom nos golpea con la cara del cantante que ruge en la tempestad de sonido del tramo final donde el resto de la orquesta se suma a la exuberancia fogosa del artista. Entra en arrebato y es sacudido por rayos y truenos que lo encienden, sube brazos hacia el cielo como bailarín flamenco, mueve manos de un lado a otro golpeando imaginarias ventiscas circulares, y sus pies aguantan firmes la emoción; pies crucificados al suelo de madera del invisible puente de mando. Se sabe lleno de energía, de sabiduría y de gozo, se siente premiado. Agradece a las putas de Amsterdam o de cualquier parte, agradece a las monedas de oro con las que comprar esos instantes de plenitud que les permiten a ellos, los marinos, liberar su breve pico de amor que explota como cañón por banda, viento en popa. Pero son hombres comprometidos con el mar, hombres sin capacidad de conservar ese efímero amor de puerto que a buen seguro les gustaría tener secuestrado en su camarote. Y por eso siempre se mearán en todas esas bellas mujeres que han podido amar, porque saben que en unas horas les volverán a ser infieles. Es la contradicción: poseerlas a todas y no conservar a ninguna. Es la contradicción: enclaustrados en sus anchos océanos, en la infinita mirada. Y saben que una vez embarcados al vaivén de las olas, una vez recargados con el sol de poniente que les ciega la línea de mar, una vez recortadas con altivez las salinas ráfagas del viento de proa, se transformarán de nuevo en criaturas humanas sobresalientes, criaturas que saben soportar esa virilidad que tanto les consume, criaturas que comunicarán al mundo entero que: «los hombres de mar y barco somos una raza especial»

Y el cantante, convertido en la más pura esencia del marino de gruesas desventuras alcohólicas, llega a un extremo de violencia incontenible al término de la canción que parece que vaya a romper con todo lo que se encuentra a su paso, tal es su ímpetu. Está en lo más alto, se comería el mundo, grita a los cuatro vientos el estribillo final y decide no cantar más. Abandona el punto de luz con furia arrebatadora. La imagen se queda en negro y la orquesta finaliza la canción.

Los aplausos descollan.

Pincho de nuevo el enlace. No puedo parar.

[http://www.youtube.com/watch?v=7zyycg7G0hY]

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