Tenía la soga alrededor de su cuello. La angustia atrapaba al viento que se colaba por la ventana del sótano, y su agitada respiración ya no era otra cosa que el retroceso mental de su cuerpo, abrazando al viejo gato que le sacaba del infierno que era la soledad. – ¡Malditas sean las tardes de Domingo! – Exclamaba durante el tiempo que ataba sus zapatos de charol, mientras alistaba una camisa manga larga sin arrugas, mientras se peinaba el cabello al borde del cráneo, mientras colocaba su pantalón de tela con tres pliegues encima de la cama y mientras su padre le recordaba la pútrida infancia que llevaba, antes de entrar a misa.

Los labios finos de aquél niño se movían con tristeza tras cada palabra absurda que salía de la boca de su padre, de sus fuertes regaños y los aplausos de sarcasmo impregnados en la piel.

Es así, como también quedó impregnada la primera caída en bicicleta y que viéndole su padre, no se inclinó a recoger ni siquiera como se recoge una hoja para luego botarla a la caneca. Así también, quedó su recuerdo, empapado en la sombra de una soga que ata su cuello antes de morir.

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