Era mi turno, las focas habían terminado su actuación y comían sus tristes peces, la grada estaba llena y aplaudía, pero hoy no era cualquier día, salí pateando a mi entrenador como si fuera un muñeco. Soy una elefanta africana con mucho genio, lo llevé a patadas hasta el centro de la pista, los aplausos continuaban, apareció otro y también lo pateé fuerte, creí que había acabado con el cerdo del entrenador, pero vi que se movía y lo aplasté de un pisotón en la cabeza. Mi plan no era muy detallado, consistía sólo en acabar con aquello para siempre.

Me puse nerviosa, el público había dejado de aplaudir, gritaban y escapaban aterrados, hui sin pensarlo más atravesando parte del techo de la grada. Al correr se me movía el banderín, veía mal y estaba muy enfadada, trataron de retenerme sin éxito, salí empujando la verja hasta la calle, entre el tráfico. Me sentía mejor aunque confusa, vi personas llorando mirándome desde lejos, había luces de coches y sirenas y yo, mientras, seguía corriendo sin rumbo.

Empezaron a dispararme desde lejos, yo movía rápido las orejas de lado a lado para evitar las balas, la vida corría por mis venas y aunque sangraban confiaba en que me saldría con la mía. Seguí avanzando, pero igual que otras veces en tan solo un segundo supe que perdería. ¡Joder, otra vez! me dije. Los disparos no cesaban, me tumbé al lado de un coche y me permití solo por esta vez dejar correr una lágrima por mí, antes supongo, de que levantaran con una grúa mi cuerpo sin vida.

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