Llevábamos horas hablando sobre Tolstoi, sobre Anna Karenina, embelesado en el fluir de sus palabras, como ave que sobrevuela un paraíso distinto cada día, así eran aquellas tardes con Gabriela. De su boca salían conocimientos que para un chaval, superviviente de la pubertad, sonaban a cantos de sirena: « A pesar del gran amor que la protagonista siente por Vronsky, cuya fuerza original consiguió que abandonara a su esposo fiel y a su hijo, no logra superar el peso de la hipócrita moral de la sociedad aristocrática rusa. La ética de Anna, que está irremediablemente unida a su verdad, es infalible y se convierte en su autodestrucción. Se considera un ser antinatural al obrar en contra de su naturaleza, la espiritual…»
Nada más llegar, su franca sonrisa iluminaba mis atardeceres oscuros de amores y desamores imposibles, que ni siquiera los poemas podían reparar. Por unas horas olvidaba el dolor aplastante de mi joven cuerpo, ignorante de la levedad y fatigoso, en el que acumulaba multitud de vidas.
Tal vez después de un universo de miradas, de consejos, de conocimientos compartidos, de sensibilidades mudas, la maestra se tornó amiga y ese día, mi espíritu anciano se sumergió en los ojos de la mujer y no de la educadora para padecer su pena. « ¿Qué le ocurre? Noto cierto pesar en sus palabras», pregunté. A lo que ella repuso: «Tienes razón. Qué transparentes son mis sentimientos cuando hablo de esta obra. Soy incapaz de aplacar antiguos fantasmas… Tolstoi empieza su novela con esta frase: «Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo infeliz para sentirse desgraciada». Yo diría que cada persona tiene una razón personal para sentirse desgraciada. Una vez fui joven para amar ¿Sabes?, como aman las hojas al rocío, que las embellece con los primeros rayos de sol; como adora la piedra al arroyo, cuando la moldea con su caricia constante; como es mimada la luna con el manto de la noche…Los cariños de la naturaleza son infinitos, los de los hombres se truncan por banalidades.
» Mi amor llegó conduciendo un tren, enfundado en zapatos de «lengua de vaca», en el interior de un apuesto joven de mediana estatura, la suficiente para sentirme flotar al alcanzar sus labios, besos con doble cosquilleo por su bigote fanfarrón. Nos los dábamos de tarde en tarde, de aquella savia se alimentaban mis anhelos. Y en ello se quedaron. Decidió acabar con su vida por vergüenza, por algo tan prosaico como el dinero. Su verdad, que había olvidado gracias a la desesperación, lo mató. Un robo lo sepultó; y de deseos truncados se rellenó mi tumba, de duros huesos revestidos con sonetos de muerte. Hay veces que llegan efluvios de aquel dolor en nimios detalles y, entonces, asisto a periodos indefinidos en los que oculto la cabeza en un fango que embarra mis ásperos pensamientos. ¡Cómo preferiría afrontar con valor esos frecuentes embates! Sería más sencillo sucumbir ante un estéril campo de batalla, en el que solo existen dos contrincantes, el pesimismo y mi mente. Ambos a caballo entre el día y la noche, ambos desarmados ante mi completa carencia. La felicidad se encuentra en un zulo, raptada por el llanto, idolatrando a su carcelero. Amargas lágrimas se ocupan de regar mi pesaroso existir en cuencos de fatalidad.
» Pero no soy adicta al dolor ni a la flagelación, por lo que basta un soplo, un resquicio floreciente a través de la palabra, para que un poema gane la contienda y se erija sublime sobre las negras nubes. Lo necesito, querido Pablo, coge tu pluma y escribe para mí los versos más tristes esta noche…».
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