La mujer sorda y ciega que cuenta

La mujer sorda y ciega que cuenta

Esta mujer al final se encuentra ojeando composiciones clásicas de entre las claras y yemas de huevos.

No pegaba ninguna de sus orejas garabateadas, a conciencia en los lóbulos, al radiocasete vintage .

«Lo escuchaba de lejos y a veces de tan lejos que solo bailaban las vajillas en tormento de verla nutrirse de la grabación octogenaria».

En cambio, aquella mujer de la cual estábamos hablando tenía un sentido de escucha embotado como los calcetines que mal huelen dentro de las botas sin cordones, tenían velcro (tantas cosas se le entrometían por la cabeza y siempre preferiría pensar que no podría atarse los cordones una segunda vez).

Ahora baila la música folk, la cual sale del radiocasete, mientras gasta cajetillas de Marlboro dentro de una loseta; brilla y no es sol, es luna.

Si tú la vieras, es lana esquilada; si no sabes de que estoy hablando gasta cincuenta de tus ahorros en peniques en darle una visita en la cabina del metro que solía vitorear humos a las nueve desde la estación de ferrocarril ‘Crossedcross Wagons’.

Ahora voy a contarte, porque acabará ojeando flechas, tapizando sueños y llevando un pelapatatas para sacar toda historieta.Y porque al final esta mujer es mi madre sorda y ciega, durmiente noctívaga.

Ya no baila. Ahora tose dientes estridentemente. Trilla armónicamente sus pasos.

El Marlboro se perdió por otros conductos no respiratorios; un hoyo de colillas se le estaba produciendo en alguno de los alvéolos pulmonares y estos le estaban diciendo que gritase precipitadamente caries, incisivos, molares, premolares y todas sus arcadas dentarias.

El vestido sacado de un festival Woodstock es plomizo, esquiva las cáscaras de cebolla que se arrinconan en el enlosado y parece que se está fundiendo con las interferencias del radiocasete. Paso de toser a querer bailar entre residuos

— Ayer hubo una buena cosecha. Los militares están al tanto y quieren «intoxicar el karma» dentro de nuestras fronteras —repetían con tanta insistencia en la Radio República.

Risotea por la gracia de aquel reportero chistoso; aunque, parte del sonido haya sido esquivado por su oído vago. Siente y sintetiza tristeza tricolor entre las palabras del reportero insistente y poco ávido al decir aquellas cosas en canchas peligrosas. Melanomas, melodramas y ultraviolencia neuronal, a eso se refería con tristeza tricolor.

Vacila con la mirada.

Me estoy volviendo un octógono para su vista; parece que me desfallezco.

Ella farfulla, grita, noquea sus propias cuerdas vocales (dos preciosidades alcoholizadas por tabaco de estanco contrabandista de los ochenta, pero aún no de los noventa) y ahora está leyéndome los párpados anclados a las ojeras.

— ¡Mamá! — freno el silencio y parece yodo en mi boca. Estoy salado.

Me ve desde lejos.

— ¡Aquí!— exclamé — ¿Otra vez te dejaste los anteojos entre los cartones de huevos?— lo di por echo — ¡Ay, mamá! Ven.

— Pero si tú estás aquí — aún señalaba con la nariz chata y el dedo meñique a la mecedora.

— Lo estaba. Ahora solo está mi peluche desvencijado y con multitud de parches, el que me regalaron aquella pareja de ancianos del segundo, los que se intoxicaron con monóxido de carbono.

— ¡Ay, mi hijo! Voy a batir los huevos y te contaré desde la cocina una pequeñísima historia de tu bisabuelo, ¡qué en paz descanse! —el entablado del porche crujía bajo sus piececitos —Seguro que tienes hambre con tanto ajetreo. Creo que serás algo tan grande que algún día te pintaran.

— Mamá, ya comimos, hicimos una omelette en vez de tortilla. ¿Te acuerdas? Y diría que ojalá te escuche alguien.

—Pues voy a batir los huevos que nos queda. Quiero volverte a ver mecer mientras tienes crayones en tus manos y cederrones bajo el brazo.

—¡Mamá! Cuéntame eso que me estabas diciendo.

—Voy a coger la otra mecedora y me meceré contigo.

Sus pasos se pasaron serpenteantes por todo el entarimado del vestíbulo hasta llegar a la cocina y tras ello salió a la ventana que daba al porche, dejó un bol con cualquier preparado medicinal de los cuales ellas no necesitaba receta para fermentar. Puede que haya utilizado acelga, mandrágora, berro y su ingrediente descubierto novel.

—Empieza tal que así . . . dicen que un día, cuyo pudo ser Miércoles pero nunca Jueves o Sábado, tres grandes arqueras salieron a mundo violentamente. Esas muchachas tenían ganas de ser escuchadas y éstas no duraron mucho en tener la maravillosa idea de ser unas transeúntes con arcos y flechas que partiesen en busca de . . . la historia perfecta, pero nunca contada. Fueron de ciudad en ciudad hasta llegar a una que llamó su espíritu de la curiosidad, y como tu bisabuelo decía empezaron a curiosear las páginas de pueblerinos. Entraron en una taberna y se encontraron con una cuentacuentos o como se le hacía llamar Diablesa. Ésta les contó la leyenda o fábula burbujeante de ‘El párvulo bebé vagabundo’ —bebió un par de sorbos y continuó — Empezaba tal que así . . . en un lugar trillado por animales, pastores, dibujantes pincelados e criaturas un muchacho nació bajo la tenue luz de un callejón de Hamelín. La madre lo llamó Licht Dünn, que iba a significar luz tenue. Ese niño le llegó a dar a su madre tantas alegrías como desafortunados momentos, pero le llegó a dar una gran noticia, iba a ser pintor. Le había dibujado a su madre tres cuervos con tres espadas en el pico y a nadie le llegó a gustar. El niño tenía dos pies izquierdos, pero un día dibujo lo que iba a cambiar todo, una casa de madera, dos arces a la derecha y un olmo a a la izquierda, nueve pájaros sobrevolando un nombre; Jerome Spinat (espinacas).

Al inicio esta mujer viaja al porche y deja la sangre destilándose entre el tablado. Hubo cáscaras de lináceas en su recogido que salieron de un instrumento de cocina equívoco. Esa sangre era mítica. Su hijo estaba muriéndose en vida y haciendo de corazón tripas.

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