La verdad sobre el horizonte

La verdad sobre el horizonte

Aner Hernandez

03/06/2017

Emplearon días colocando el artilugio en medio de la explanada. Cerca de ochenta operarios con el anagrama de Engëlmann al pecho trabajando sin descanso para construir una mole de acero y wolframio y algo de hojalata que, decían, pretendía verificar con absurda precisión la horizontalidad del planeta.

–¡Lo que nos faltaba!
–¡Malgastan nuestro dinero en juguetes!
–¡Americanos!

Habían venido del norte, aunque podrían perfectamente ser alemanes, o armenios. En el Tragal nadie reconoce un acento que no sea el suyo propio, la gente habla más de lo que escucha. El término americano era cierre habitual de conversaciones y soliloquios.

Los forasteros trabajaron con método y afán nunca antes vistos en la zona. Sus pieles resplandecían de protector solar y, en conjunto, parecían astros zurciendo una galaxia. Cimentar el Gran Nivel, como lo bautizaron los locales, exigía de ellos máxima coordinación y ausencia de errores. Si tenían indicios para pensar que el horizonte de la tierra no marcaba los cero grados con escrúpulo, la medición a ejecutar debía trascender la inexactitud consustancial a la observación humana. De vez en cuando el ruido de sus disputas se alzaba tan violento que uno se preguntaba si, además de mirar embobado, no debería intervenir. En general fueron más pulcros y respetuosos de lo que recibieron a cambio.

–¿Desde cuándo corre prisa comprobar algo que todo el mundo ya sabe?
–¡No, si ahora va a resultar que el mar se está virtiendo al espacio! ¡Venga, hombre!
–¡Americanos!

Cuestiones filosóficas y ciencia ficción clásica poblaban las charlas rutinarias en el pueblo. Un rato en el mercado bastaba para escuchar apreciaciones cruzadas sobre el precio del maíz y los fundamentos de la lógica proposicional. Un paseo por las veredas que descendían al río aseguraba avistar algún campesino sudando ufano su camiseta de Blade Runner. Tal vez por ello la obra de Engëlmann, si bien faraónica, no había sido recibida con admiración inocente. El Tragal era esa esquina del mundo versada en lo extraordinario.

–¿Y bien?

La estrecha escalinata atravesaba toda la estructura como rehuyéndola y finalizaba en una terraza alta y central. Después de semanas siguiendo su recorrido con la vista me había decidido a subirla. ¡Maldita hiedra metálica! Lo hice con algo de ansiedad, desandando tres escalones por cada uno avanzado; temía cualquier respuesta tanto como la deseaba. También sopesé la opción de ser expulsado de allí con maneras no muy sureñas, arrestado, vituperado en voraces tribunales, ahorcado pendular sobre la meseta desnuda. Aquello, sin embargo, me atormentaba menos. Atravesé media terraza para acercarme a una muchacha algo separada del núcleo de investigadores. Me vió y sentí que leía en mi cara hasta los más remotos capítulos de mi niñez. En lugar de alertar de mi presencia, se quitó las lentes oscuras y contestó grave a la pregunta.

–Caemos. Hacia la derecha.

Tras varias capturas y sendos análisis, los cristales combados no mentían: el horizonte no era tal. Desde la costa del Tragal se divisaban la nieve y las cosechas, los cerros y la selva; el archipiélago, las cuevas, la tundra y todas las estrellas. Pero un enorme ojo extranjero sobre el raso azul afirmaba que la línea era una farsa. Que los navíos contaban con más que el viento a favor o en contra. Que nuestra esfera ladeaba y, probablemente, vertíamos mar al espacio.

Reajusté el enfoque para mirar al océano. Era una foto conocida y a la vez inédita. La sometí a examen con la ingenua voluntad de percibir en ella el secreto de su ángulo. Estéril tarea para un viejo lagarto.

Medité sobre las vidas que habían quedado huérfanas de confín. También sobre los relatos manchados por el uso incorrecto de la palabra horizonte. Vi en ellos la fraudulenta interpretación de sus lectores y las ruinosas consecuencias en nuestra comprensión del orbe. A estas ideas les sucedieron imágenes de capitales en costra y decadencia, de ciudadanos orientales respirando a través de máscaras, de derribos en el trópico, moscas amenizando la hambruna y varios fotogramas difusos de El Séptimo Sello. Era la humanidad deshaciéndose, pero no en tiempos distintos, ni con diverso final; el hundimiento era coral, arrastrados todos hacia el precipicio por un horizonte transfigurado en ladera. Ambicioso videoclip. Exótica pena.

Hacía años que me rondaba la sensación de que todas las buenas historias ya habían sido contadas. No podía estar más equivocado. Aquella mañana brotaba ante mí un nuevo epílogo bíblico necesitado de apóstol; asumí la responsabilidad de anunciar los hechos a los hombres y me entregué al íntimo gozo de verme escrito con trazo espeso en la celulosa de los siglos.

–¡Seguridad!

Gritaron unánimes varios investigadores. Pronto despertaron las sirenas. La muchacha sostuvo en mí su mirada durante lo poco que tardó en esposarme la guardia de Engëlmann. Entonces me supe juzgado como otro cualquiera, recolocado en la hilera de los tipos corrientes por codiciar un significado inmortal.

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