El puzle del tiempo

El puzle del tiempo

Antonio Burgueño

02/06/2017

Apreté de nuevo el gatillo de la pistola que oprimía contra mi sien, y de nuevo un estallido, un ruido infinito, un dolor que no se localizaba en ningún sitio, que estaba en todas partes. De nuevo, la muerte.

En el pan que reposaba a la izquierda de mi plato crecía una mancha verde o gris que se extendía a la velocidad a la que se desplazan los continentes. Invisible todavía. Era el futuro, y yo no podía verla. Pero estaba allí y amenazaba con devorarme también, apenas dejase de respirar y el tiempo se ralentizase, se detuviese, más bien. Retrocediese, tal vez.

Como medida de dos espacios, del movimiento. Como experiencia vivencial. Como categoría. El tiempo se apretaba contra mi muslo, igual que un gato pidiéndome una caricia, un caimán devorando mi pierna, y yo lo acariciaba y alimentaba desde la ventana abierta de par en par del hotel que se escondía en el centro de Praga. De Estocolmo, quizás.

Me tiraban la pelota que rebotaba en el suelo, tan torpe ella como yo. Botando ella, como yo asiendo el aire donde estuvo unos segundos antes. Me reía. Caminaba con mis pasos torpes mientras ordenaba los expedientes sobre mi mesa y respondía la llamada del interventor que se excusaba, con la sorna del superior, por retrasarse unos minutos en acudir a la auditoría. Esta oscuridad húmeda en las paredes de la cueva.

Recompuse los pedazos de mi vida en una línea continua que tracé con tiza sobre el asfalto de aquella carretera sin vida ni tráfico en la que se había detenido el autobús y en la que me había bajado unos instantes, tal vez un año, antes. Fragmentos que tenía que alinear y secuenciar uno tras otro para comprenderlos, igual que la vista ordenaba el espacio y colocaba lo cercano junto a mí, lo lejano allá, en la distancia, el espacio intermedio en una superficie que unía cada punto con el siguiente en aparente continuidad material. Así, el tiempo. Debía juntar lo pasado con este instante a través de trozos que me permitieran orientarme respecto al momento en que me encontraba. Despejar el futuro hacia mañana, hacia lo no existente. Colocar la memoria en el hace un rato, los recuerdos, sobre la superficie pegajosa del dolor, emplazar cada secuencia entre un antes y un después.

Intentaba orientarme mientras un saltamontes mordía la suela de mi zapatilla y el infierno se abría junto al pecho de mi madre, que se ofrecía nutritivo y amoroso y desfallecido. La sensación de hambre. El carbón.

Comprendí entonces: ya no podría ordenarlo.

Y apreté de nuevo el gatillo de la pistola que apretaba contra mi sien, y de nuevo un estallido, un ruido infinito, un dolor que no se localizaba en ningún sitio, que estaba en todas partes. De nuevo, la muerte.

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