Ahora que se acerca el final, me veo impulsado de nuevo a poner sobre el papel aquellas reflexiones que en algún momento futuro me sirvan para dar perspectiva y contexto a las nuevas vidas a las que habré de enfrentarme. No incidiré en los hechos, a los que me he referido hasta la saciedad en mis notas anteriores en las cuales he repasado hasta el último detalle todo lo sucedido: el cuerpo de la pequeña ensangrentado entre mis brazos, mi huida delirante de Katmandú a través de la montaña, mi refugio en el ashram al otro lado de la frontera y los años formativos con los yoguis buscando la paz y armonía que vanamente he intentado cimentar en estas décadas de fugas y reinicios.

Cada vida que he comenzado en otro pueblo, en otra ciudad, se ha visto truncada en su mejor momento en cuanto la incansable agente Connor ha localizado una mínima hebra de mi rastro. Alicia Connor. Ya debería ser directora de la Interpol tras un cuarto de siglo de persecuciones. Tal vez los constantes fracasos en sus intentos de captura son lo que la mantienen al acecho, con esa obsesión que sólo conocen aquellos que viven encerrados en su propia mente. Pero es ella la que me impulsa a escapar y, en su obsesión, me concede una nueva vida, una nueva identidad. Es fácil con los contactos adecuados. Me desprendo de mi nombre, de mis bienes y comienzo de nuevo. Sólo un elemento permanece, el yoga. Apenas recuerdo mi nombre inicial, Tomás. Hace mucho que sólo soy Swami Kriyananda, y mi nombre de pila varía con cada población. Los hechos se van volviendo borrosos con los años, y apenas me atrevo a consultar mis notas; esas notas que me atan a un origen violento y confuso, pero que me han llevado a ser como soy.

Mi tapadera como profesor de yoga no ha cambiado nunca y me aferro a ella en busca no sólo del conocimiento y la liberación personal, sino en el vano intento de transmitir a los demás las técnicas necesarias para alcanzarlas. Pero en una sociedad en la que el yoga se practica en gimnasios en vez de templos, como un banal ejercicio de estiramiento, el alcance de mis enseñanzas es tan superficial como efímero es mi paso por las vidas de mis alumnos. No me privo de citar en cualquier ocasión los sutras de Patañjali, fanáticamente como un predicador cuáquero recitando pasajes de los salmos, aunque creo que siempre en mi propio beneficio y no de los practicantes gimnastas. Busco en esas palabras el sentido liberador de una cadena de existencias, repetidas monótonamente durante años, en un intento ilusorio de encontrar la redención de un crimen que ya no recuerdo haber cometido. Los occidentales pensamos en la reencarnación como una bendición, una nueva oportunidad, pero he comprobado que cada comienzo es un castigo, una repetición ciega que nos lleva siempre al mismo resultado, un final abrupto y un nuevo inicio sin un objetivo cierto.

La liberación personal depende exclusivamente de la entrega a la práctica, sin ataduras, sin apegos terrenales. Pero en mi caso, dudo de haber realizado algún bien que me redima ante el Universo. Mi entrega al yoga ha evitado mi entrega a la ley, que es fría e implacable como la agente Connor. La ley que difícilmente hubiese compensado el dolor de mis actos y que, con mi aprisionamiento, no hubiese concedido ni un ápice de paz o equilibrio ni a mí, ni a ninguno de los afectados. La ley que representa la más aborrecible de las cadenas: la mente humana. Quien vive con los ojos, vive en la mente; quién vive con los oídos, vive en el corazón.

Desafortunadamente, y esta reflexión es la que tengo que destacarle a mi futuro yo, llevo años viviendo con cien ojos. He superado el dolor, pero vivo atenazado por el temor a una huída sin final. La falta de alternativas es mi confinamiento. No puedo instalarme definitivamente en ningún lugar y tampoco puedo aislarme como un ermitaño; necesito transmitir mis conocimientos con la esperanza de que un mínimo de bondad compartida redima mi alma mortal, que mancillada en mi consciencia se encuentra atrapada en la rueda de las alegrías y las penas como una araña en su red. Entregarme a la ley, mi reclusión, acabaría con todo anhelo de liberación. La idea me aterra y el sufrimiento que me produce me convierte en otro radio de la rueda del pensamiento que me impulsa a la evasión.

Vuelvo a Patañjali, sutra IV.27 :“A pesar de su progreso, si uno se descuida durante el intervalo, puede aparecer una fisura debido a impresiones pasadas ocultas, creando división entre la consciencia y el que ve.”

No me queda más alternativa que renacer. Es hora de partir.

Alicia Connor, ¡sigue corriendo!

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