Iba tropezándose con cada día que encontraba a su paso, las mañanas se le acumulaban con las tardes, por eso no podía dormir por las noches. En la noche, sentía la necesidad de avanzar, de hacer algo, así que decidió empezar a tejer sus peores mañanas con sus mejores tardes para hacerse un jersey a medida y no sentir tanto frío de madrugada. Las agujas con las que tejía la prenda que estaba deseando calzarse, las robó de un reloj de pared casi tan alto como él, un reloj que le desafiaba cada vez que se encontraban cara a cara, cada vez que llegada tarde a encontrarse consigo mismo.

Cuando se tumbaba en su cama, en el cielo de su cuarto, siempre encontró mil estrellas dibujadas, todas las que pintó el día que decidió crear su propio universo, las matizó con sus dedos manchados de azul, y de verde, las emborronó de blanco y de negro, las azules le recordarían que siempre hubo un cielo, las blancas que siempre habría una razón, pues ya se sabe que la razón siempre viste de blanco, las pintó verdes para no perder jamás la esperanza de encontrarse de nuevo, y de negro pintó las más grandes, aquellas donde pudo esconder para siempre el nombre de quien jamás pudo olvidar. Cada vez que salía de casa miraba al suelo, alcanzando sus pies y contando así uno a uno los pasos que le llevaban a ninguna parte, a ningún lugar. A veces se paraba para respirar profundo y poder avanzar, a veces se paraba deseando volver, a veces se hubiera parado para no continuar jamás.

Por las mañanas llegaba siempre hasta la entrada de un colegio, sentía el griterío de los niños como el pasado perdido y no olvidado, ni superado. Cuando era niño todo era mejor pensaba, más fácil y aunque las complicaciones impuestas por los demás empezarían pronto a formar y deformar parte de su vida, pudo guardar intacto el recuerdo de su abuelo, quien de una forma mágica siempre le trato como un niño con el que jugar y compartir momentos de alegría, alguien que fue siempre su cómplice y defensor, el amigo fiel y leal que participó en momentos que jamás olvidaría, como cada vez que le iba a buscar al colegio; pudo guardar la sensación de felicidad que le apretaba el estómago cada vez que le veía y descubría en la entrada de su colegio, y como la entrada de ese mismo lugar que ahora le hacía viajar tan atrás, necesitaba volver al ensueño del mejor momento, de lo mejor de su infancia, a través del alboroto casi calcado de esos otros niños, de ese otro tiempo en otro lugar tan idéntico y tan diferente, lo necesitaba, porque era lo único que llegaba a provocarle una tímida sonrisa.

A veces, por la tardes, se sentaba en un café a escribir, levantaba la cabeza para mirar a su alrededor y la volvía a dirigir hacía sus recuerdos para continuar escribiendo, recentándose así, a modo de doctor de almas algo que inyectar en aquel presente vacío de futuro y repleto de pasado donde casi ya ni se encontraba.

Mientras escribía siempre notó millones de orugas moviéndose por su espalda y jodiéndole la concentración, lo que no sabía es que aquellas larvas escondían la representación de lo que no era todavía, que constituían el símbolo de toda la fantasía de su vida encerrada, que eran la sensación de su libertad moviéndose atada, la percepción de millones de mariposas sin alas intentando parirse a sí mismas, de su imaginación castrada retorciéndose por el recuerdo, que eran la ilusión confesa destapándose la cara, su propio pensamiento en el banquillo a punto de ponerse en pie, no sabía que eran el ritmo de un juicio nulo a punto de clavar martillo con su sentencia, su comprensión maldita y castigada, enseñando las palmas de sus propias manos liberadas al fin, desconocía que eran el compás del deseo masticado entre sus piernas a punto de gritar por la intención, la métrica de una erección involuntaria y perfecta provocada desde una simple caricia, no presentía que eran los versos caminando por su conocimiento desempleado por su noción más ociosa, no sospechaba que fueran el designio prorrogado por todos sus anhelos, no acertaba a pensar que eran su ideal por fin definido por todos los momentos, rumiados y desmenuzados por todo aquello que estaba a punto de llegar a ser.

Y fue ahí donde se dio a luz, fue en aquel instante, justo ese día, al escuchar como desde su espalda alguien decía su nombre, cuando comprendió, y pudo sentir dentro de un segundo congelado como una voz, clavándose desde su estómago pudo detonar su base, haciéndole estallar las miles de orugas atrapadas en su espalda, deshaciéndole por completo para completar su metamorfosis, pudo descifrar las alas de millones de mariposas que por fin completas alzaron el vuelo, y desde sus hombros comenzaron a volar, inundando aquel café, persiguiendo el azul de aquella tarde, donde todo el verde, y el blanco y el negro más oscuro de su vida se elevaron para perderse ya sin él, mientras allí, de pie e inmóvil pudo girarse para chocar sin remedio contra los labios encontrados de otra boca que daban por fin comienzo al rozarse, de todo lo que jamás pensó que llegaría a vivir…

TZ

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