Nací junto al mar. Allí viví los decisivos años que marcarían mi trayecto vital. Un mar fuerte, cambiante. Cambiante e inquietante, como la vida. ¡Cuantas veces me identifiqué con él!. En mi adolescencia, muchas veces, eran el murmullo y azote de las olas, los que respondían a mis preguntas. Esas preguntas que nunca me atrevía formular en alto.

Cuando estaba triste, me consolaba que el cielo llorase y aplacara su llanto en sus aguas grises y espumosas y en mis días alegres – ¡esa alegría intensa de la infancia! – me parecía razonable que el sol reflejara una sonrisa en su superficie azul.

Pero aquel día, después de que nos dijeran que había muerto, me acerqué a contemplarlo. Llevaba dentro de mí su recuerdo muy nítido. Mi padre había sido un amante de sus costas, de sus peñas perfiladas y desafiantes. Había navegado por su interior en el sentido más profundo; ese sentido tan profundo que el pudor impide expresar abiertamente.

Me acerqué a contemplarlo. Y allí estaba. Me quedé perpleja. El mar estaba azul; azul como el cielo. Ese cielo que, cómo nunca, sonreía. Es más, reía y reía lleno de alegría desbordante.

Entendí en un instante: “…al eclipsarse el sol…”. Hubiera querido, no que se rasgase el velo del templo, pero sí que la naturaleza mostrase su desgarro. Esa luz, esa armonía y esa paz en el horizonte chocaban frontalmente con mi congoja. Me hacían cerrar los ojos y mirar a mi interior.

Esta vez, el mar, lejos de responder a mis preguntas, me golpeaba e inquiría: ¿significa que hay algo más?.

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