Nelson paseaba inquieto entre las ruinas de la catedral. Esporádicos relámpagos proyectaban su silueta como un carrusel de sombras espantosas.

─La obscuridad no es ausencia de luz ─dijo por fin─ sino la materia cuando se hace densa, muy densa. En oposición a la luz, la obscuridad es perpetua e impenetrable. Lo único verdaderamente absoluto. Por eso Dios la teme tanto. Es la nada de la que surgimos, el agujero del que salimos, el abismo al que regresaremos.

─¡No! ─Interrumpió María Silvina─. ¡La obscuridad no es eterna!

Fulgores anaranjados, sostenidos largamente sobre nuestros contornos, parecían otorgarle la razón. Y los relámpagos, que con una frecuencia cada vez mayor, añadían a nuestro debate inquietantes fondos. Rodeados de nobles escombros, nuestros feligreses eran los dinteles, las vigas, los restos de los rosetones.

Nelson entregó el báculo a María Silvina. Ésta se puso en pie:

─La luz es el comienzo. Antes de ella nada había. Es la única promesa que Dios nos hizo y día tras día, año tras año, milenio tras milenio, ha cumplido. Por eso yo postulo: la luz vencerá. Esperad y veréis.

Tras un espeso silencio, el enclenque de Marcelo dijo que no quería jugar.

─Pues no lo hagas ─le respondimos.

Desde que formamos el grupo de los Daríos nuestras reuniones eran siempre así: debates grandilocuentes que emulaban a nuestros preceptores; rituales orgiásticos de símbolos e invocaciones; derroches de intelectualismo y pedantería destinados a satisfacer nuestros egos. Cada uno asumía un rol, una postura, un argumento, una corriente, y la defendía. Aquella noche en particular iba a ser nuestra ascensión definitiva a las cumbres del saber y la espiritualidad. Estábamos ansiosos, exaltados. Quizá por la presencia de la muerte. O quizá simplemente por nuestra estupidez.

─¿Pero no os dais cuenta de que nada existe sin su opuesto? ─Intervino Emilia─. No hay obscuridad sin luz ni todo lo contrario.

Como nadie la contradijo, zanjó el asunto:

─Dejémonos de monsergas. Nelson, ¿cómo lo vamos a hacer?

Nelson lo tenía todo planeado. Colocamos los bancos formando un hexágono, con uno de sus lados en la base del presbiterio. Cada cual se sentó en el centro de uno de ellos, excepto en el de la base, donde Nelson y yo dejamos caer una pesada gárgola, demasiado desgastada, hecho que le confería una inquietante indefinición. Es un ouroboro. No, es un murciélago. No, es un dragón. No, es un gato…

─Comencemos ─instó Emilia.

─Yo no quiero ─se opuso de nuevo Marcelo, y todos, cruelmente, nos echamos a reír.

─No hay dolor más grande ─declamó Nelson jocoso─ que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Conocíamos sobradamente aquellos versos de Rubén Darío. Y volvimos a reír.

El mensaje que Nelson nos hizo llegar decía así:

Agua, Tierra, Fuego, ¡y, por fin, el Cielo! En la catedral a las cinco.

Entre ser el primero en huir o el primero en morir hay una diferencia esencial: la posteridad. Nelson quería ser un pompeyano o una sombra en la Joya de Cerén. ¿Os imagináis? ─nos decía, mientras hacía de estatua─ he aquí un antiguo ─y alzaba el mentón a lo Marco Antonio.

Aquella madrugada sonaron alarmas, campanas, megáfonos; se oyeron gritos y hasta canciones religiosas. En apenas unas horas, la ciudad quedó vacía. Pero nosotros permanecimos.

El primero de los sismos tuvo lugar a las dos. Se sintió tan violento que, aturdidos, hincados de rodillas, tardamos mucho, demasiado para algunos, en salir de nuestras casas. Afortunadamente aquel fue el primero porque una hora después vino el segundo, más poderoso y devastador. Si no hubiéramos estado afuera de nuestros hogares, los habitantes de Antigua hubiésemos muerto sin excepción. El volcán de Fuego había hecho erupción. Las réplicas de los sismos eran constantes. Pero, ¡oh, desgracia!, no bastó con eso. El volcán de Fuego despertó, tras siglos de letargo, al volcán de Agua. El rugido ensordecedor de un gigante voraz nos hizo temblar de miedo. El cráter saltó en mil pedazos. Quiso la física que estos pedazos cayesen al otro lado del valle, en una zona deshabitada. La física, el azar o un Dios todopoderoso. Eso era, exactamente, lo que íbamos a averiguar.

─No hay religión más elevada que la verdad ─comenzamos al unísono. Después recitamos nuestra letanía: «¡Torres de Dios! ¡Poetas! ¡Pararrayos celestes que resistís las duras tempestades, como crestas escuetas, como picos agrestes, rompeolas de las eternidades, venid a nosotros!».

Acto seguido Nelson se levantó y con la punta del pie dibujó dos triángulos entrelazados en el polvo del suelo.

─Hoy mataremos a los dioses ─anunció, en un tono tan ceremonial que no pude sino sonreír maliciosamente. Recuerdo cómo María Silvina se recolocó en su asiento y afirmó con la cabeza con determinación japónica─. Hoy, mis queridos amigos, alcanzaremos la verdad o moriremos en el intento.

A continuación la lava asoló la ciudad. Todo fue muy confuso. Imagino a Nelson subido en el altar, eligiendo la pose más conveniente. María Silvina no rezó sino que salió al encuentro de la luz resplandeciente. En lo que se refiere a Emilia, la última vez que la vi tenía un zorrito en su regazo. No sé de dónde salió. Lo mimaba y le hacía carantoñas como si nada más existiera. Hasta que una de las paredes de la catedral se derrumbó sobre ellos. Marcelo continúa desaparecido. Y yo… Morí para estar vivo.

El maestro se equivocó. No hay mayor dolor que el de ser muerto ni mejor alegría que la de ser consciente de estar vivo. Porque el dolor es a la vida lo que el aire, el alimento o la sangre; y la razón…, la razón no es más que un esmalte de lindos colores, un vestido, una máscara para no ser. Es ella quien nos engaña, quien nos apresa en jaulas de ideas, creencias, fes…, mentiras; todo es mentira y ésa es la verdad: que verdad no hay una que nadie nos pueda enseñar.

Estoy vivo. ¡Vivo!

Y nada más.

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