Fue mi amigo, el único amigo que había podido hacer en ese curso en el que todo era nuevo para mí, el que me llevó al piso. Yo había llegado a Madrid recién pasada la primera adolescencia, y en esa época la ciudad todavía se limitaba para mí al barrio y sus aledaños. Pero por alguna razón se me quedó grabado el nombre de la calle, Apodaca. Luego no fui capaz de recordar su ubicación hasta que un día se me ocurrió mirar un plano, ese librito con decenas de páginas que utilizaban todos los taxistas. Me sorprendió que estuviera tan cerca de donde yo vivía, en mi memoria la tenía situada a mucha más distancia. La razón que me dio Juan Carlos para ir fue que tenían muchos juegos de mesa, y también ajedrez y damas, y algunos libros que me podrían gustar. Y que la gente era maja. Yo entonces no paraba de leer, ya he dicho que tenía un solo amigo y no nos veíamos tanto. Cuando entramos me sorprendió el ambiente tranquilo, parecía que los que estaban allí se movieran a cámara lenta, como en una biblioteca. El piso era muy grande, de techos altos, o eso creo recordar, y me sorprendió que hablaran entre ellos tan levemente, sin alzar la voz; si no estabas muy cerca, había que hacer un gran esfuerzo para entenderlos. Un chico algo mayor que nosotros nos enseñó la sala de juegos y nos prestó un ajedrez. Mientras mi amigo disponía las piezas en el tablero, eché un vistazo a unos libros que había depositados en una gran mesa. No reconocí ninguno de los autores ni de los títulos, solo me fijé en uno que me llamó la atención, Itinerarios de Vida. No me dio tiempo a hojearlo, mi amigo ya había terminado de colocar todo en su sitio y me reclamaba.

Ese día aprendí que los cuadrados del tablero se llaman escaques, y también a enrocar, el enroque corto y el enroque largo. Cuando, harto ya de perder, le propuse jugar a las damas, se acercó hasta nosotros un hombre que a mí me pareció mayor pero que, si la memoria no me engaña, no debía de tener más de treinta años. Se presentó, sonrisa en los labios, y me dijo que le gustaría tener una charla conmigo. No sé si fue por el tono de voz o por el lenguaje corporal de aquel hombre, pero el corazón me dio un vuelco y sentí un erizamiento súbito de todo el vello de mi cuerpo; por un momento tuve la idea de levantarme y salir corriendo. En vez de eso, y con todos los gestos estereotipados de lo que suele denominarse educación, dije: «Sí, claro». Me puse en pie y le seguí hasta un cuarto más pequeño en el que había unas sillas y supongo que algún sofá. Cerró la puerta, me invitó a sentarme. Él lo hizo muy cerca de mí y empezó a hablar. Pero yo no le escuchaba. Que no se entienda que no me importaba lo que decía, no he sabido jamás lo que pudo llegar a decirme; es que mi mente y mi cuerpo estaban concentrados exclusivamente, con una intensidad que jamás en la vida he vuelto a sentir, en la huida. Lo único que soy capaz de recordar es su tono de voz: melifluo, suave y, por encima de cualquier otra sensación, húmedo. Húmedo como la piel de una anguila, como el limo depositado durante siglos en las desembocaduras de los grandes ríos y que, cuando pisas en él, sabes que puede engullirte entero si no sales de allí en seguida. Sin necesidad de entenderle sabía que me estaba llevando al borde de un precipicio y aconsejándome saltar porque allí abajo me sumergiría en la verdad, la única verdad que merece ese nombre, la Verdad con mayúscula. Yo solo era capaz de decir Sí, no sé a qué, y debí de decir Sí un millón de veces. Al cabo de un tiempo eterno, el hombre, no sé si porque ya había terminado de dar su charla o porque se percató de mi estado, se levantó, me dio una palmada en la espalda y me guio de nuevo hasta la sala de juegos. Mi amigo estaba jugando a las damas con otro chico de nuestra edad y no me vio. Di media vuelta y me fui sin decirle nada. Cuando salí a la calle ya había oscurecido. El aire de la noche y el brillo de los escaparates, de los semáforos y de los coches me produjeron el efecto que deben de sentir esas personas que abren los ojos y ven de nuevo la luz tras una parada cardiaca. En ese momento entendí lo que significa la palabra liberación.

Unos pocos años más tarde encontré a mi amigo en uno de esos llamados saltos entre la Red de San Luis y Callao, en la Gran Vía, que protagonizábamos los revolucionarios de organización y los que la prensa llamaba tontos útiles, tras haber corrido perseguidos por los grises, los policías nacionales de la dictadura. Los dos nos habíamos guarecido en un bar creyendo que no nos habían visto, aunque ahora pienso que los grises se comportaron como el gato que acaba aburrido de perseguir al ratón y no le apetece dar el último zarpazo. Me alegró encontrarme con él. Cuando salimos del bar, empezó a hablarme de su partido, al que llamaba con una sigla que recuerdo como una adivinanza, PCTML o algo así. Me preguntó en cuál estaba yo y, cuando le contesté que en ninguno, se sorprendió y se ofreció para llevarme a alguna reunión. Rechacé su oferta como buenamente pude, me despedí de él deseándole lo mejor y me fui hacia el metro pensando que quizás aquella charla que me dio aquel hombre en aquel piso al que me llevó mi amigo había significado para mí la vacuna definitiva contra el mal de lo absoluto.

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