Esa noche se me antojaba larga, como la lluvia que iba y venía. Yo ordenaba los vasos en el estante cuando la puerta se abrió y él, temblando, se sentó en la barra.

– ¡Viejo! Dame un café bien caliente; estoy empapado. ¡Qué raro, la tasca desierta!

– -¿Quién va a venir con este tiempo? Toma tu café. ¿De dónde vienes con este diluvio?

– De ver a Alicia. Pasé la tarde con ella.

– ¿Cómo la dejaste?

– Dentro de su gravedad, bien. Hay metástasis en pulmón y páncreas. ¡Y si la vieras! Sonriendo y escribiendo como si nada, dice que todavía no le duele. Yo me tuve que contener para no llorar delante de ella; es admirable. Y tú sabes, tenía que visitarla hoy, ya pasado mañana viajo.

– Entonces es noche de despedida

– Definitivamente.

– Como todas las noches. Pienso que toda noche es despedida, es resolución. En la noche va quedando atrás todo lo que se hizo, lo que no se hizo, lo que no se pudo.

– Y pienso que también es inminencia, es promesa. Viejo, mientras más avanza la noche, más me abro a lo que está por venir, lo que puede ser, lo que puede pasar. Porque mañana puede pasar cualquier cosa, desde que estalle un reactor nuclear hasta que florezca una rosa. Entonces vivir la noche es abrirse a cualquier cosa, es tener la mente y el corazón disponibles para lo que sea.

– ¿La mente y el corazón disponibles para lo que sea? La mente puede ser, pero ¿el corazón? Eso implica una gran objetividad, ¿no crees? Esperar cualquier cosa me parece difícil. ¿Estar preparado para esperar del mañana lo que sea sin juzgar y sin que se alteren las emociones? Yo no lo creo, Roberto; porque si espero que suceda algo que quiero me llenaré de expectativas; y si espero que suceda algo que no quiero me llenaré de miedo

– Entonces en ese caso, hermano, más que objetividad, hace falta una gran sinceridad consigo mismo. Reconocer que tengo miedo, que tengo expectativas, que puedo temblar ante lo desconocido, o ilusionarme ante lo que desearía; reconocer que eso es mío y que es así y no de otra manera, eso es sincerarse…

Roberto recorrió la tasca con la mirada. El ruido de la lluvia se acentuaba a oleadas, como si lanzaran baldes de agua sobre los techos. Después de un silencio respiró profundo y me dijo:

– Hablando de reconocer…Estoy triste por la partida de Alicia

– Es inminente, ¿cierto?

– Inminente. Una bomba de tiempo. Si vieras con cuánta serenidad lo está manejando. Durante la conversación se enfocó más en mi viaje que en ella; me dio mil recomendaciones para el aeropuerto, para los documentos, para el trabajo allá.

– ¿Por fin te van a aceptar en la cátedra?

– Sí, voy a dar literatura hispoanoamericana. La Universidad queda a dos cuadras de la casa de mi hija, que está loca de alegría porque voy a llegar allá.

– ¿Vas a vivir con ellos?

– Sólo mientras me ubico; prefiero estar a mis anchas, tener mi espacio de soledad

– ¡La soledad! ¡Cuánto la valora uno a medida que va envejeciendo! ¿No es así?

– Bueno, unos la valoramos y otros la temen. Nosotros la elegimos. Yo no me veo entre el ruido de la gente todo un día. Necesito oxigenarme, digerir los acontecimientos, poner en orden las ideas, escribir. ¡Viejo estoy triste porque voy a extrañar todo esto; aquí están mis raíces, mis amigos, mis soledades, mi historia! Y esta tasca tuya, donde tantas veces compartimos los poemas, la música, la vida…

– Lo bueno es que las raíces de aquí te las vas a llevar a otro país; ¡Vas a trasplantar vida! ¡Eso es trascendencia!

– Algo parecido me acaba de decir Alicia: “Roberto, la vida es mucho más que el palpitar del corazón, o la multiplicación de unas células, o que el oxígeno de los pulmones. La vida es arriesgarse a experimentar y luego testimoniar los frutos de ese riesgo” -Deberías haber visto cómo le brillaban los ojos cuando hablaba- “Cuando escribimos nuestros versos trascendemos más allá de la muerte, pues queda estampado en el papel nuestro paso por el mundo, para que quien lo lea, en cualquier época, sepa que vivimos, y que amamos, y que sentimos…”

Debíamos guardar silencio. La emoción iba en ascenso. Después de unos relámpagos, Roberto reanudó la conversación:

– La voy a extrañar. ¿Sabes? Me regaló sus últimos manuscritos. Aquí los llevo. Precisamente entré para que no se mojaran. Ya envió el contenido digitalizado a la editorial, ¡pero los manuscritos me los dio a mí! ¿No es un tesoro, Viejo?

– Un verdadero tesoro; así es. Ojalá le dé tiempo de verlo editado

– Ojalá… Pero por lo que pude percibir, creo que le da lo mismo; ya está satisfecha con haberlo escrito. Ella ya está libre de apegos, Viejo; ella sí está plenamente disponible para lo que esta noche o mañana pueda suceder.

– ¿Qué vas a hacer con los manuscritos?

– Por lo pronto dejártelos aquí, para que no se mojen. Si tú no tienes problema, vengo a recogerlos mañana.

– Con todo gusto; ¿Otro café?

– ¡No, Viejo! Voy a provechar que amainó la lluvia para irme. Además, creo que ya es hora de cerrar la tasca; con este clima y sin clientes…

– Entonces que tengas buena noche; cuidado por esas calles.

Su rostro se iluminó con una sonrisa:

– ¡Gracias Viejo! ¡Me voy con la noche, a perderme en sus posibilidades infinitas!

Tomó el último sorbo de café mientras yo guardaba los manuscritos. Abrió la puerta y salió a la calle, pisando las intermitencias multicolores que los semáforos estampaban sobre el asfalto. Dicen que apareció un auto en contrasentido y no le dio tiempo para subirse a la acera. Su cuerpo cayó en un rincón, mientras la lluvia arreciaba sus sonidos infinitos.

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