Me levanté apesadumbradamente de la vieja cama sin hacer siquiera ruido. Los movimientos eran pesados, cargando el peso de toda una vida en cada uno de los ademanes que me conducían, mucho más que yo a ellos. El silencio era doloroso. Solo se escuchaba mi respiración entrecortada, esforzándome en cada leve movimiento. No había nadie al otro lado de la cama. ¿Alguna vez lo hubo? No importa realmente. Ahora es esta soledad penetrante la que me acompaña. Caminé hasta el salón en una larga travesía y me recosté en mi sillón, cuya forma es más mía que del propio sillón y coloqué las piernas estiradas sobre la silla que está siempre en frente, realizando así, el ritual de cada mañana. Y en esa cómoda posición en la que no tengo que mover un músculo, vi la televisión. Durante horas. No importa cuántas. Hasta que el hambre, cayó como un depredador sobre su presa en mi estómago. Y justo entonces, llaman a la puerta. No es casualidad, pues me traen la comida. Puré de patatas y una sopa toca hoy. Qué bien. En fin, tengo el estómago ya entrenado, son muchos días viviendo siempre lo mismo, una y otra vez, pues no hay suceso posible que perturbe el orden de mi rutina, y por tanto, mi cuerpo lleva la hora mejor que los relojes. Termino de comer y vuelvo, de nuevo, al hueco que hay hecho para mí en aquel sillón marrón con adornos de metal dorado. A seguir viendo la televisión. Aunque no la vea realmente. Simplemente estoy ahí, viendo las formas que se mueven y los colores y los sonidos. En este silencio podría volverme loco solo escuchando mis pensamientos. El reloj da las seis. Es la hora de bajar al bar y confraternizar un poco con los amigos. Una Coca-Cola y un poco de conversación, en la que no nos decimos nada realmente, simplemente compartimos esta soledad que tan sólo puede ser hija de la vejez.

  • ¿Cómo va tu familia Juan?
  • Bien, bueno, el otro día se murió la tía Concha.

El resto creo que os lo podéis imaginar. Mi reloj marca las ocho y media, a las nueve traen la cena. Subo, como bajé y como me levanté de la cama, pero subo. Simplemente, me traen la cena y ceno. Sin más. Y luego veo la tele. Al parecer ha habido otro atentado terrorista.

Me dirijo a la cama, pues es la una de la mañana y puedo seguir viendo la televisión allí. Pero, en el camino hay un espejo. Pocas veces reparo en él, pues, ¿para qué voy a mirar mi rostro arrugado en este silencio palpitante? Sin embargo, esta vez algo me atrajo a él como a un mosquito hacia la luz. ¿Estaba ahí yo?¿Ese soy yo? Y ahora, al fin, doy con la respuesta.

Me he llevado toda la vida buscando en los lugares más inverosímiles, en las esquinas más oscuras, hasta que al fin veo, que lo que buscaba estaba ahí, delante de mis narices, en el espejo. La respuesta estaba ante mis ojos, en la ausencia de mí, en ese espejo sin reflejo que ahora tan solo puedo recordar y en esas arrugas ausentes. La respuesta estaba en nunca haber encontrado nada y más aún, en no encontrarlo ahora.

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