En el invierno de 1791, varios jóvenes patinaban sobre el hielo que cubría el foso de agua del castillo de Auxonne, Francia. Al caer la tarde, uno de los chicos abandonó el juego pese a la insistencia de sus amigos de que se quedara. Al poco rato de haber partido, el hielo se rompió y el resto de muchachos cayeron al agua, muriendo todos ellos ahogados. El único que se salvó, aquél que había decidido marcharse, se llamaba Napoleón Bonaparte.

Va en serio. Lo leí el otro día en un libro. Tuve que volver a hacerlo tres o cuatro veces más para asegurarme de que no estaba equivocado. ¿Napoleón? ¿Nuestro Napoleón? Sí, sí, como lo oyes. Uno de los hombres más influyentes de la historia, emperador del vasto imperio que fue Francia a principios del siglo XIX, pudo no haber llegado a la pubertad. Pudo haber sido otro de esos niños que no quisieron irse a casa. Otra cara más que el tiempo hubiera borrado.

¿Cómo sería nuestro mundo de ser así? Sin Napoleón, seguramente el contexto que dio pie a la Primera Guerra Mundial no se hubiera dado y, sin ésta, tampoco el de la Segunda. Cierto, hubiera habido otras. Tal vez fuéramos ya por la quinta. Pero sea como sea, y guerras aparte, lo seguro es que el mundo sería algo muy distinto. Vaya. El destino de los hombres decidiéndose en el lapso de tiempo que tarda un niño en dirimir si prefiere quedarse patinando o irse a casa.

Es como para preguntarse quién lleva las riendas de todo esto.

Y es que, ahora mismo, puede que la que hubiera sido la primera presidenta de los Estados Unidos no llegue nunca a nacer porque sus padres acaban de morir en un accidente de coche. O quizás la que en unos años será la nueva Teresa de Calcuta se esté criando en algún barrio residencial a las afueras de Ámsterdam. O tal vez el hombre que tendría que haber descubierto la vacuna del VIH jamás se acerque a un microscopio porque, de joven, se enamoró de una chica que le introdujo en el mundillo hippie y ahora vive en una granja-comuna al sur de Oregón junto a 14 compañeros más, todos ellos entregados a la paz mundial y el cultivo de su huerto ecológico. O puede que ahora mismo el padre del que habrá de ser el Papa Juan Pablo III acabe de decidir que no irá a ese concierto donde, sin saberlo, tiene que conocer al amor de su vida. Aunque puede que la encuentre años más tarde en uno de esos bares cutres de citas concertadas y, al final, el niño nazca.

O lo mismo nada de esto esté pasando. No importa. Estarán pasando otras cosas. Millones de cosas. Causas y consecuencias que en todos los puntos y a cada instante se entrelazan, tejiendo una red infinita de diminutas acciones y circunstancias que dan lugar al mundo que conocemos, tan independientes las unas de las otras y a la vez tan profundamente interconectadas. Y tampoco hace falta ser un personaje histórico. Porque, si te paras a pensar, que tú estés aquí leyendo y yo lo haya escrito es casi un milagro. Una singular gota en este mar que conforma cuanto pudo ser. Y es entonces, cuando caes en la cuenta de esto, que todo parece adoptar un aire de excepción. De repente, te sientes muy pequeño.

Aunque el otro día vi en un anuncio de colonia que sólo yo soy el dueño de mi vida.

Al final uno ya no sabe a qué atenderse.

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