Desde niño tuve lo que llaman madera de líder. No levantaba un palmo del suelo cuando ya organizaba los juegos de mis hermanos.

En el colegio aglutinaba a los compañeros alrededor mío, porque tenía una gran inventiva y sofisticación a la hora de corretear a los bichos y hacerles perrerías.

Ya en el instituto, fui, curso tras curso, el delegado de clase, el encargado del periódico, el organizador de las semanas culturales y un gran conciliador cuando se producían disputas entre compañeros y profesores.

Tenía un gran intelecto y además de aprobar sobradamente mis asignaturas, me caractericé por dar clases, de manera desinteresada, a cualquier alumno que me lo pidiese.

Mi reputación de empollón buena gente creció y a ella le sumé un físico que, sin ser de película, no desmerecía en cuanto a encantos masculinos. Con lo que puedo decir que entre mi fama, mi porte y mi carisma, conquisté a varias chicas.

Una vez en la universidad, mi vida se tradujo en un compendio de literatura, historia, matemáticas, arte, filosofía y cualquier temática que se pudiera encontrar. Todo me gustaba y en todas me manejaba con soltura.

Y ello, sin perderme una sola fiesta, jugando en el equipo de básquet y postulándome a delegado sindical, cargo para el que fui elegido por unanimidad.

Con él empezó mi vocación política. Tras un enorme éxito como delegado sindical de los estudiantes, empecé a sentir un despertar interior por los cientos de injusticias que veía a mi alrededor. Aquí podría dejar una extensa lista de eventos y circunstancias de los horrores sociales que me indignaban, pero prefiero seguir narrándoles que rápidamente me imbuí en un grupo político, como uno de sus más activos representantes y desde la base, fui subiendo escalones en su organigrama, de forma vertiginosa.

En este camino ascendente vi y conocí personas y hechos brillantes y denuncié y desarticulé a seres aborrecibles que sólo pretendían vivir de la sopa boba.

Me cree un currículo de político honesto y responsable y un aura de incorruptible.

En un momento en que el partido pasaba por malos tiempos, alguien en la cúpula pensó que hacía falta un lavado de cara, con nuevos rostros que devolvieran la ilusión en nosotros y me propuso a mí.

Cuando fui llamado a Madrid, yo era el alcalde de un pequeño pueblo, donde me había instalado modestamente al casarme.

Me ofrecieron la portavocía del partido a nivel nacional. Mi rostro, desde ese momento, aparecería cada día ante los medios.

Mi esposa, una mujer tan inteligente como inquieta, me apoyó incondicionalmente y juntos nos mudamos a la capital, apenando a nuestros vecinos que se resistían a dejarme marchar.

Instalado en Madrid, no tardé en comenzar a trabajar. Era joven y enérgico. Tenía una fe inquebrantable y unas ideas muy precisas sobre cómo mejorar el país.

Desde mi posición, no dude en señalar todo aquello que fui descubriendo que se hacía por interés personal.

Tras un par de escándalos mayúsculos, fui llamado al despacho principal, donde recibí una reprimenda en forma de larga charla sobre la unidad y la generosidad entre iguales.

Pero en cuanto tuve nuevos argumentos que denunciar, volví a las andadas.

Me gané muchos enemigos y alguien decidió que debían desterrarme, pero ya era demasiado tarde.

Mi imagen pública se había hecho tan notoria como azote de los corruptos, que una ola de solidaridad e indignación recorrió, de norte a sur y de este a oeste, España.

El Cid redivivo que España necesitaba, así me llamaban.

Colaboradores y amigos me propusieron crear mi propio partido, uno con el que regenerase el país de la corrupción que lo atenazaba.

El mismo día en que nació mi hijo, fui llevado en volandas hasta la presidencia del gobierno. España me votó por mayoría.

La campaña previa fue una bajada a los infiernos. Me sumergí en la mierda hasta el cuello. Constructoras, farmacéuticas, navieras, dudosas ONG, financieras, bancos nacionales e internacionales, ministros, amigos y enemigos, así como un largo etcétera, vinieron a comprarme, regalarme, tantearme, amenazarme, orientarme y desorientarme.

Me mantuve firme y a todos les dije que ese tiempo estaba pasado. Yo gobernaría por y para el pueblo. Y que me era suficiente con mi sueldo.

Fueron meses difíciles, donde se me acusó, calumnió, vilipendió, …

Pero arrasé en las elecciones.

“A la mierda los corruptos”.

Con esta premisa goberné tres años a base de honor y tesón. El país mejoró. La gente se reeducó en todos sus estamentos y bases sociales.

Hoy las encuestas apuntan a que repetiré mandato dentro de unos meses.

Ya nadie viene a ofrecerme regalos a cambio de favores, ese tipo de prácticas han sido extirpadas de cuajo.

O eso creía. Esta madrugada, tras otro largo día de trabajo, cuando salía del hospital de ver a mi hijo, enfermo de una de esas enfermedades llamadas raras, unos tipos se me han acercado.

Me han hablado de lo difícil que ha de ser para mí ver morirse a mi niño de a poquito y no tener el suficiente dinero para enviarlo a Estados Unidos y ponerlo en manos del único experto capaz de tratar su enfermedad…

Y concluyeron, comentando, como de paso, que, si privatizo el hospital, la multinacional para la que trabajan, a cambio, se podría hacer cargo de costear el viaje, la estancia, el tratamiento, …

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