De pronto volvió a sonar el timbre

De pronto volvió a sonar el timbre

Solange, yo no quería levantarme del sofá para abrir la puerta del apartamento. No tanto por levantarme, sino más bien porque me molestaba salir de la historia cerrada que acababa de imaginarme, toda obra de mi fantasía.

Usted sabe por qué me gusta tanto soñar despierto. Soy poeta y cuando siento que se me cuelan poemas distintos a los que deberían entrar en un determinado poemario, los dejo salir, los transcribo y luego los guardo en los cajones del escritorio. Más tarde, sintiéndome culpable por haber aceptado apartarme del tema que me ocupa (ya sabe que ahora estoy escribiendo unos poemitas sobre la vida más allá de la muerte) entro en mi salón espacioso. ¡Qué alivio esta chimenea que funciona, estos sofás de terciopelo naranja, el sonido de las castañas cayendo del árbol! ¡Qué alivio soñar despierto, Solange!

Tenía los ojos alegres. En medio de todo, la pequeña satisfacción de fantasear con una historia que me estaba revelando hechos tan importantes para mi poemario. La vida era una caja de sorpresas.

Faltaban pocos días para que diese comienzo el carnaval mi querida Solange y una mañana de invierno el coche en el que unos padres llevaban al colegio a sus hijos: un niño y una niña, se estrelló. La noche anterior un tormenta derribó un árbol y el padre al volante no pudo evitar que el coche chocase contra él.

Todos los ocupantes fallecieron. Todos menos el niño. Su tío, muy aficionado a los carnavales, se lo llevó a vivir con él. Cuando por fin llegó el día del gran desfile, el tío y el niño se disfrazaron. Por las calles les tiraban caramelos y el niño se agachaba a recogerlos, los guardaba en los bolsillos de su disfraz. Hacia el final del recorrido llegaron a la explanada que hay delante de la catedral de Colonia. Se detuvieron ante del palco de las autoridades. Oyeron gritos efímeros, voces ágiles esperando para desfilar. Los turistas se arremolinaban en torno a ellos, disparaban sus cámaras. De pronto una nube de papelillos los envolvió como una fina lluvia.

El niño institivamente volvió a agacharse. Esperaba encontrar más caramelos que ocultar en los bolsillos. Pero al acercarse al suelo por un momento enmudeció. Un calor le recorrió el rostro y un sonido escapó de su boca. Dijo: ¡Papá!. Su tío se volvió hacia él. Efectivamente entre los papeles que habían caído a sus pies se encontraba el recorte de la esquela que se había publicado pocos días antes en el Kölner Zeitung con la foto de su hermano. El tío pensó que el niño se pondría a llorar. Se equivocaba. Sonreía. De nuevo dijo: !Papá!.

De pronto volvió a sonar el timbre y yo interrumpí mi ensoñación porque podría ser una de las vecinas ancianas: alguna luz fundida en su descansillo, el ascensor que se ha vuelto a estropear, una meada de perro en la alfombrilla de la entrada. Por eso me levanté. Pero Solange, se que le costará creérselo pero el timbre sonaba como yo no creo que llamen mis vecinas ancianas.

-Hallo?- dije.

Abajo se escuchaban susurros como cuchicheos.

-¿Es usted el señor Fuchs? -preguntó la voz de una niña.

No salía de mi asombro Solange.

-Sí, soy yo- respondí.

-¿Le puedo hacer una pregunta? -siguió la niña.

Abajo los murmullos y cuchicheos.

-¿Estás sola? -inquirí.

-No, estoy con mi padre y mi madre -respondió la niña.

-¿Puedo hacerle una pregunta? -volvió a decir.

Callé por un instante y la niña interpretó mi silencio de una manera positiva.

-¿Usted cree que los muertos después de morir se reencarnan? Contésteme por favor con un sí, un no, o un no sabe- preguntó la niña con voz segura.

Para qué contarle Solange los pensamientos que en ese instante me invadieron. Estaba horrorizado. ¿Era verdad que la familia de ese niño estaban ahí mismo en mi portal? ¿Para qué habían venido a verme? ¿Querían dictarme algún poema? Basta ya, pensé. Ya no me importaba si me está resultando díficil concluir ese poemario sobre el más allá que me había propuesto… Ah, tendría que haber dicho que sí querida amiga. Y sin embargo les mentí, solo para ingresar de nuevo en mi salón donde lo he dispuesto todo para el disfrute de mi espíritu contemplativo. ¡Qué alivio esta chimenea que funciona, estos sofás de terciopelo naranja, el sonido de las castañas cayendo del árbol! ¡Qué alivio volver a escribirle una nueva carta para explicarle por qué aún no tengo el poemario listo, Solange!

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