Descubrió que nunca moriría a los dos días de nacer. Era el 13 de agosto de 1909 cuando el faro encendido de un primitivo vehículo se la llevó por delante, y ella salió intacta de lo que para cualquier otra mosca habría significado una muerte segura e inmediata. La curiosidad infantil la llevó a probar su teoría, dejándose sacudir por rabos bovinos y sucumbiendo a los periódicos enrollados de los veraneantes. Varios meses y catorce falsos suicidios después, decidió asumir definitivamente su condición y pensó, ingenua, que podría sacar provecho de ella.

Los primeros años fueron excitantes. Nunca le importó no poder compartir compañeras de viaje durante más de un par de semanas, si a cambio podía descubrir cada día nuevos pantanos y charcas, nuevos olores a barro, a heces y a coles con exceso de cocción, nuevos sabores en la crema agria y en la carne adobada. Tampoco era difícil sustituir las breves amistades por otras más jóvenes, ávidas de reproducirse. Tenía todas las vidas por delante, que se multiplicaban por dos al ser absolutamente innecesario para ella dormir o siquiera pararse a descansar. El hedor antiguo y el polvo concentrado de algunas bibliotecas las convirtió en espacios predilectos para su disfrute individual. Del puro aburrimiento que causan las horas infinitas, se detuvo a escuchar los susurros de los lectores y empezó a comprender varios de los lenguajes humanos. Aunque no podía hablar –su anatomía la enmudecía para siempre, literalmente siempre–, descifró los caracteres del alfabeto latino, el árabe y el cirílico, y después los pictogramas chinos y japoneses. Nunca podría escribir, por razones obvias, pero su visión periférica le permitía leer hasta una docena de tomos de miles de páginas durante las horas de sol de una sola jornada.

Recorrió el mundo para observar a los seres descritos por Linneo y admiró sus particularidades. Le sobrecogió la lengua del oso hormiguero, y también la de la serpiente. Envidió la fuerza de los castores contra la corriente de los ríos y se asombró con la complejidad de las abejas y sus colmenas. Entendió que los hipopótamos invitan a los pájaros a su espalda para que los libren de los parásitos, que algunos ratones deben comerse a sus propias crías y que las ranas brillantes usan su veneno para protegerse. De entre todos los animales, solo hubo uno al que no logró comprender. El único que presumía de su inteligencia era, sin embargo, el que actuaba de la forma más irracional. Nunca entendió por qué quienes se indignaban tanto ante la falta de tiempo del mundo contemporáneo, gastaban la mitad del que tenían en trabajos que les hacían infelices y dedicaban la otra mitad a discutir con sus semejantes por asuntos banales. Los únicos seres que anhelaban vivir para siempre, habían inventado, en cambio, cientos de formas para matarse entre ellos, y para matar su tiempo, aun siendo conscientes de que era limitado.

El 13 de agosto de 1997, hizo un descubrimiento más sorprendente si cabe que el de su resistencia a la muerte. Estaba sobrevolando las mesas de un restaurante cuando un hombre rubio, de afeitado reciente y camisa color crema, se levantó de golpe y derramó sobre el mantel su copa de vino, al tiempo que gritaba:

-¿Por qué me haces esto? ¿Crees que soy idiota?

-No montes una escena ahora, por favor -le susurró su acompañante, una mujer de cabello oscuro, muy largo, y unos diez años más joven-. Cálmate y lo hablaremos en casa.

La misma escena, con idénticos personajes, idénticas palabras e idénticos gestos, había ocurrido antes en algún otro restaurante, y ella ya lo había presenciado. Desde ese momento, se fijó en que todo lo que sucedía a su alrededor ya había sucedido. Nada era nuevo. Conocía todos los lugares, todas las conversaciones, todos los seres, todos los sabores, todos los libros. Se dio cuenta entonces de que esa era la razón por la que las moscas no debían vivir más de diez o doce días. La muerte prematura, que a ella se le había negado, era la única forma de garantizar que nunca llegasen a sufrir la angustia de saber que nada es desconocido

Voló sin rumbo los días interminables de algunos años, esperando algo inesperado. Lo intentó en el teatro y en el cine, pero todas las historias le parecían conocidas. Se acercó más a los amantes que se susurraban al oído, para escuchar hasta el último secreto. Entró en las iglesias y presenció las confesiones. Recorrió el mundo, una vez más. Pero no ocurrió nada que no hubiese ocurrido ya. Nada, salvo una cosa pequeña: el 13 de agosto de 2009, estando en una lúgubre biblioteca de Buenos Aires, le entró sueño. Se acostó entre las páginas usadas de un libro de Borges y allí, por primera vez en su larga vida, se durmió. Ni siquiera ella, que ya lo sabía todo, podía saber si dormiría cien años, puesto que había estado despierta otros cien, o si ya, quizá, nunca despertaría.

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