FIELES Y CIEGOS DISCÍPULOS DE PARMÉNIDES Y LOS PLURALISTAS.
Los conocí desde que era yo muy chico, terminé mi licenciatura en Administración de Empresas y jamás los vi ir separados a sitio alguno, ambos eran abogados, tenían un diminuto despacho en la colonia Santa María la Ribera y a tan solo unos pasos de distancia, el modesto, pero decoroso, departamento que rentaban. Juntos llevaban a sus hijas a la escuela, juntos recibían a sus clientes y juntos acudían a los juzgados, oficinas gubernamentales y demás. Quizá eran las vidas más planas que he visto en toda mi existencia. ¡Vaya! Ni siquiera los vi, y creo que ninguno de nuestros mutuos conocidos tampoco, diferir en algo. Verdaderamente extraordinario fue verlos separados por tres metros escasos, cuando estaban con sus hijas el asunto funcionaba de idéntica manera, nadie se separaba por motivo alguno. Parecían fieles discípulos de Parménides y los pluralistas porque, en los hechos, enarbolaban la bandera de que el cambio no existe porque todo permanece exactamente igual. ¡Menuda aburrición! ¡Carambas! Ni siquiera el tono de voz variaban, al hablar con ellos siempre se escuchaba el mismo sonsonetito, con el mismo volumen y todo. Eran lo que algunos psicólogos mexicanos han dado en llamar “La Familia Muégano”
en alusión a ese rico, pero también empalagoso y fastidioso (si se come en exceso) dulce mexicano hecho a base de hojuelas de maíz infladas y pegadas entre sí con miel.
PERO PARMÉNIDES HIZO UNA SUTIL, CASI IMPERCEPTIBLE PRECISIÓN.
Lo que todo el círculo de amigos, maestras de la escuela, etcétera parecía saber, en escrupuloso silencio, es que aquello no estaba bien, que eso no podría continuar por sécula seculorum y que no podría tener, en modo alguno, un buen final. El detalle estuvo en el hecho de que Parménides dijo que tan solo existían pequeños, diminutos cambios, que, según él no alteraban al todo, pero resulta que todo cambio, por diminuto o insignificante que pudiera parecernos, modifica al todo y ya no volverá a ser igual que antes. Así, las cosas, un buen día, en una kermesse escolar de sus hijas, estando la pequeña escuela atiborrada por completo a grado tal que resultaba imposible ver más allá de nuestras propias narices, Leodegardo tuvo a bien separarse de su familia por casi cincuenta metros ¿Pueden ustedes imaginarlo mis muy apreciables cuatro lectores y medio? ¡Leodegardo se aventuró a separarse de su familia por unos instantes por casi cincuenta metros en medio de una multitud!
¿QUÉ DIABLOS TENEMOS QUE VER CON LOS FILÓSOFOS?
Esos tipos están bien tocados, solemos “pensar”, no tienen nada que ver con nosotros ni nosotros con ellos, viven como en su propio planeta pensando en sepa el diablo qué pentontadas que ninguna utilidad práctica tienen. Su presente y futuro se reduce a dar clases de lo mismo a otros prospectos de locos, escribir algunos ensayos o libros que casi nadie lee, dictar algunas conferencias para una reducida élite de intelectuales y párale de contar. ¡Es más! No pocos de ellos queman sus churritos de marihuana, le hacen a los hongos alucinógenos de la finada y famosa María Sabina y vete tú a saber cuántas drogas más. Lo que no sabemos, y lejos estamos de imaginar es que al enfocarse tanto en estudiar el pensamiento humano, dictan pautas muy valiosas sobre cómo enfocar nuestras vidas para no caer en desgracias como la venidera, y, sobre todo, poder comprender nuestra propia naturaleza.
ES AHÍ DONDE LA PUERCA TORCIÓ EL RABO, PARMÉNIDES CHUPÓ FARITOS Y KIERKERGGAARD LE ENTRÓ AL QUITE CON SU CAMBIO ESTÉTICO.
¡Nada! resulta ser que mientras el siempre aplatanado y pasmoso Leodegardo compraba su ansiado algodón de azúcar, a Nahomi, le brillaron los ojitos, como sin querer queriendo, por un joven, simpático y musculoso. Lució ante su olfato y ojos, como un potente, amante. Él despachaba el puesto de chilaquiles. Hubo intercambio de sonrisitas por una mariposa en la nariz de ella, diminuto e insignificante cambio que terminó por desencadenar un verdadero maremoto de trágicas dimensiones insospechadas porque el siempre fiel y pegostioso marido se enteró cuando ya existía un ferviente y ardiente amorío cuyas altas temperaturas y alcances terminaron por azorar a toda esa pequeña gran comunidad. La bronca estalló a todo lo que da, con intercambio de estrepitosos gritos que poco faltó para que terminaran en golpes, dolorosas y sentidas acusaciones mutuas, llanto desenfrenado de las hijas e, inevitablemente, el abandono definitivo del nido familiar por parte del marido. Parménides, y su teoría del nada cambia y todo permanece igual, chuparon faritos. En México se dice que alguien chupó Faritos cuando se encuentra en tan mala situación que escasamente le alcanza para comprar, y fumar esa marca de cigarros sin filtro envueltos en papel de arroz que, creo ya desapareció pero aún constituyen una referencia viva.
LA TEORÍA DEL CAOS TRANSFORMADA EN LA PRAXIS DEL ETERNO DESMADRE.
Siendo muy extensa, y con muchas aristas que abarcar, me concentraré en el hecho de que el caos fue tal, que la hija de trece años se embarazó, tuvo un parto de altísimo riesgo. A su cortísima edad, Lety quedó severamente mermada en su salud. Verle la carita le partía el alma en cachitos al mejor plantado, tuvo una pequeñita que siempre parecía tener un tono verdoso claro y estaba muy enferma del corazón.
La mayor, de 18 años, andaba con dos fulanos de su edificio y la madre trataba, por todos los medios, habidos y por haber, de enjaretársela a un joven y próspero profesionista, de treinta y tres, con vistoso carro del año, para, según ella, garantizar así su futuro. A cada desgracia le seguía un séquito de atrocidades más y la furia del huracán parecía no tener para cuándo terminar, es más, parecía que volvía a adentrarse en el agua y regresar a tierra con mayor poder destructor que antes. Lo único que tenía sentido en todo ese caos, era el caos mismo, eso nos quedaba muy claro a todos, aunque evidentemente, nadie pensaba en la teoría per se. FIN.
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