Siempre me habían gustado los espejos. Mamá, sin embargo, cuando se sentía acechada por uno huía los ojos (para que no le agarrasen el alma) y cantaba, cantaba con su voz rota y desafinada. Decía que con eso no podían luchar, que eso no se quedaba atrapado en la otra realidad, que escapaba de sus garras chispeantes y engañosas. Solía decir que los espejos eran mentirosos porque sólo existían si había luz; porque callaban ante lo que no era reflejo, porque cambiaban la oscuridad por un inocente silencio. Era algo ante lo que no podían mentir… ¿Y no era esta la verdad?

Les atacaba con su canto libre y volador, les distraía y aprovechaba para pasar deprisa, sin ser vista. Pero a mí me gustaban; eran maravillosos y amables, me enseñaban lo que sólo los demás veían de mí. Siempre que podía me escapaba a la casa de papá y Mara, que era ropa cara, pelo perfectamente teñido y sonrisa de cámaras y flashes. Se conocieron en uno de los pases de modelos a donde papá siempre me llevaba, donde él y su impresionante cámara cazaban la belleza (mamá siempre decía que era un mal fotógrafo, porque sólo buscaba la belleza de los espejos) para luego venderla; Mara era la más guapa de todas, y lo sabía muy bien. También mi padre, que atrajo su atención con lo que sabía que lo haría; no le hizo ni una sola fotografía durante toda la noche, y al final, ella se acercó, con su andar altísimo y de río. Me sentí vulgar, fea y sucia, y me escondí detrás de mi padre; él le dijo que querría fotografiarla, pero no venderla, y a ella se le escapó una risa de cascabeles (hacer una risa bonita era tan importante como el peinado o los vestidos). Y así, mi padre se fue con ella a una casa de brillos y de espejos, de telas y de pantallas, de cámaras y viajes. Y yo me escapaba de mi madre y de sus libros, de sus guisos y canciones, de mis hermanos correteando por el jardín, para reflejarme en sus espejos y aprender a hacer la belleza que Mara tenía. Aunque desde que me mudé a su casa, no volví a ver la luz entre tanto destello.

Unos meses después estaba en París, a donde Mara me había mandado con un amigo suyo que me enseñaría a ser lo que ansiaba. Me encantaba ver mi potencial en las expresiones de los que me rodeaban, me confiaba cuando las miradas de la calle se quedaban enganchadas en mi andar, cuando en los rodajes se me escapaba una palabra inútil y daba igual lo que dijera, porque eso no era lo que captaban las cámaras. Salí a pasear la mañana que se estrenaba mi primer anuncio en la TV5 Monde, la cadena de televisión más vista en París. También el resultado del último rodaje vestiría las paradas de autobuses de la ciudad por primera vez esa jornada. Recuerdo que había mucho ruido aquel día, escondido incluso en lo que parecían silencios. Estaba nerviosa y atenta a los rostros de las personas, ya que sólo en ellos se mediría mi éxito o fracaso. La primera oportunidad de comprobarlo se presentó al poco; un autobús llevaba mi rostro, y me distraje con lo maravilloso que así se veía, mucho mejor que cualquier espejo. No cabían las comparaciones en esta nueva realidad. Así, vi la bicicleta demasiado tarde; la Place de la Concorde estaba abarrotada, como cualquier martes en hora punta, y apareció de pronto entre dos rugientes, tan ruidosos, coches. Observé el impacto, pero no lo sentí; fue curioso, las ruedas y su guía me atravesaron limpiamente, sin dolor ni impedimento. El único efecto fue que momentáneamente me desdibujé, me diluí, y al instante todo volvió a su sitio; como una mano que atravesase un reflejo sobre agua. Me sonreí al caer en que el agua, los oasis, suelen asociarse con los delirios: con los delirios a los que llamamos espejismo.

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