Los trabajos y los días

Los trabajos y los días

Todavía recuerdo como entendí aquel viejo pensamiento platónico que desdobla el mundo. Cuando niño veía yo trabajar a mi padre desde el techo de nuestra fábrica -ahora en ruinas- haciendo bloques de hormigón todos exactamente iguales desde un cansado pero inconmovible molde único. Todos los bloques eran muy similares entre sí pero diferentes, y su paredes rugosas, propias de un pedregullo tosco y de una arena sucia poco hacían a la grandeza del molde liso y acerado que luego de correctamente limpiado, al terminar la jornada, brillaba con una extraña luz grisácea. No importaba la habilidad de mi padre, la nobleza de los materiales o la exactitud del molde: no era posible la copia perfecta.

Pero mi padre, extraño demiurgo tercermundista incansablemente se levantaba muy temprano para realizar su obstinada tarea. Pude ver muchos, miles de bloques ordenados en hileras, secándose al sol. Los pude ver apilados, ya en un hormigón reseco y gris transfiguración de aquel barro informe que el molde devoraba.

No sé si Platón, necio y rancio aristócrata griego, pensó en estas labores diarias. Pero su dios guarda infinitas similitudes con mi padre. Con sus manos, con ese molde, con ese barro hecho de arena y piedra que mi padre desmoldaba incansablemente en formas de bloques, todos parejos, todos casi iguales, las gentes -pobres principalmente- construían sus casas, levantaban sus paredes, colocaban clavos para colgar retratos de personas queridas, las acariciaban y les daban el honor de considerarlas su hogar.

¿Qué mayor felicidad que esa? Saber que de tu trabajo los hombres construyen sus casas, su vida, su ámbito diario. Todas las casas -las casas pobres- tienen un poco de mi padre, extraño demiurgo ignorado, extraño ordenador y artesano. Platón no lo vio, jamás pudo haberlo visto, pero mi padre, gracias al cual entiendo a Platón, me muestra lo contrario a lo que éste propugnaba: la grandeza no está en la mente que piensa el mundo, sino en la mano que lo construye.

Mi familia, italianos emigrados al Uruguay buscando libertad con el trabajo de presos ingleses, elaboradores de mosaicos y de bloques, vivió orgullosamente por tres generaciones de esas labores; se degastaron la vida, las manos, los ojos, el alma en ese oficio. Yo, primer traidor a esa noble estirpe, yo, estudiante de filosofía, ya en una lengua y en unos símbolos ajenos a su magna majestuosidad, me pregunto por el destino, como imagino que Spinoza obstinadamente se preguntaría por la libertad mientras lentamente pulía un cristal en la penumbra.

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