El ser humano, como cúspide de una pirámide de raciocinio, se ha visto abocado a la inherente soledad que conlleva toda superioridad.

En lo alto de la montaña siempre hacía frío; soplaban con fuerza los gélidos vientos; las noches eran más obscuras y los sonidos desconocidos evocaban al miedo.

Antaño, María acostumbraba a calmar su zozobra con las oraciones que, tiempo atrás, su madre le había enseñado. Nunca se había parado a analizar el mensaje de aquellas palabras, no era necesario; la automatización era un ritual en sí mismo, con capacidad para lograr el fin perseguido. Cuando rezaba, ya no estaba sola. ¡Indómita predadora resultaba la soledad!

Lejos quedaba aquel tiempo.

Desde su ventana entreabierta escuchaba el graznido de un cuervo, un cantar inevitablemente asociado a la muerte y la finitud. Cómo echaba de menos la época en la que las manos juntas, la mirada perdida y el pensamiento alzado a los cielos restablecían la plenitud de su alma fragmentada.

Ella había matado a Dios y, como todos, María era consciente de que no se puede hablar con los muertos.

Abrió su diario y comenzó a leer. La lectura de aquellos lejanos y fúnebres días la mantenían lúcida y la protegían de la dolorosa locura que, acechante, la observaba con gula desde hacía años.

Cuando apenas contaba con tres décadas de existencia, María afrontó la más devastadora de todas las pérdidas. Su hijo moría, tras una larga agonía, víctima de una enfermedad degenerativa y sin cura. Aquel día acabarían sus plegarias; se habían agotado junto con sus lágrimas. Aquel día, María mató a Dios.

Las páginas de aquel diario le recordaban sus viejos debates; aquellos en los que razón y misticismo batallaban sin tregua. Ella quería reconciliarlos.

Cerró el diario. Ahora era consciente de que la lucha no se hallaba en esa eterna dicotomía habida entre la ciencia y la religión. No. La filosofía era un tercero en las filas; era, sin duda, el vencedor. La filosofía lo englobaba todo; nada robaba; no presionaba elecciones pues era, en sí misma, la única opción. La filosofía era el único consuelo. Sí. Verdaderamente, la filosofía, para la joven María, era lo más parecido a otro Dios.

Abrió de nuevo el diario. La reflexión había inspirado sus letras. La pluma se deslizó, grácil y fluida, sentida y abandonada a una mano siniestra, diestra en el arte de expresar con maestría el infierno congelado de su mundo interior.

“La filosofía es la suave caricia del alma; el tímido reflejo del yo; es adentro y afuera, arriba y abajo, más allá y a nuestro alrededor. La filosofía no cambia el mundo, como tampoco lo cambió mi inexistente Señor. Pero la filosofía no es excluyente, la filosofía no miente, la filosofía te ofrece más de una sola interpretación. Te permite elegir las gafas con las que ver la realidad, advirtiendo que ninguna visión será verdadera. La filosofía es mucho más que Dios, porque Dios era el Todo, pero ella es el Todo y la Nada, lo bueno y lo malo, movimiento y estatismo; es aquello que quiero y también lo que no.”

Estaba cansada. Acababa de entender que nada entendía, que todo comprendía, que nada tenía sentido, que todas las piezas encajaban.

Abrió de nuevo el diario. Tampoco era Dios la filosofía.

“Ya no me cabe duda alguna: Dios soy yo”.

A la mañana siguiente, María despertó sobre la mesa con las hojas del diario arrugadas y húmedas, con el cuerpo dolorido y con una nueva luz en su legañosa mirada. Se aseó con presteza, ordenó la casa y abrió las ventanas. Era una soleada mañana, fría y luminosa. Era un espejo de su esperanza.

Cogió su diario y lo echó sobre las escasas brasas que aún parpadeaban en la chimenea.

María se había liberado. Había desterrado la culpa y guardado la nostalgia en un baúl secreto. Se había empoderado de esa autonomía que ofrece la ausencia de juicio.

Cogió una tiza y escribió en la pared:

“Aquí pasó muchos años María, sometida por las cadenas de un limitado entendimiento y derrotada por el ayer. Aquí, muerta en vida, lloró María.

Hoy, cambia su nombre. Hoy, nace, como el fénix, una nueva mujer.

Quien llegue a esta casa, que no busque a su dueña.

Nacida María; hoy, libre y sin pasado; sin propiedad y sin pertenencia; marcha sin rumbo y con destino… ISABEL”.

Transcurridos los años, sus familiares dieron con ella. La vieron en un pueblo lejano, sonriente y relejada, cargando una bolsa de fruta y unas ramas de leña. Junto a ella el que debía ser su marido, con un rictus fresco en sus labios y una cara bondadosa; la llamaba Isabel.

Se dieron la vuelta y regresaron a sus casas. María ya no era aquella prima, sobrina o ahijada. María murió entre las lágrimas y el papel. Supieron justo y merecido, respetar la historia creciente de aquella familiar desconocida, con un nombre distinto y con el rostro de quien lleva a sus espaldas dos vidas, impresas en arrugas sobre la piel.

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