Hacia un destino incierto

Hacia un destino incierto

Javi Rojas

01/05/2017

“Aristóteles, el gran filósofo, confesó en uno de sus escritos menos conocidos que uno de los rasgos que tienen en común los genios es la melancolía. Lo hizo de un modo tajante: estaba completamente seguro de su hallazgo. Por lo general, los individuos excepcionales, siendo a su juicio las figuras de Platón y Sócrates absolutas evidencias de esto mismo, compartían abatimiento y tristeza”.

No ceso de mirar esas líneas. A veces sólo las leo, otras las miro como queriendo ver a través. Lo cierto es que de esta observación empedernida puedo sacar algo en claro: llevan días acechándome algunos recuerdos que se manifiestan con sigilo, como sin querer ser descubiertos. He de confesar que al fin me he decidido a revelarlos, veremos si mi memoria propicia el resto. Me propongo este objetivo aun sopesando incurrir en una posible traición, dicho sea de paso. Diré algo a modo de advertencia, y es que esos pensamientos a los que voy a referirme no pertenecen a esta época. Tuvieron su génesis hace años.

En aquellos años previos al desastre, constantemente, en cada esquina, sentía cómo algo me poseía y me instaba a detener el paso. En la quietud de la noche o en el trasiego de la mañana, me detenía, dedicándole varios minutos a una práctica tan poco prófuga como es la observar edificios de manera ensimismada. Situando como epicentro un hogar desconocido, recorría con la mirada cada uno de los detalles que atestiguaban la existencia de vida. Me fijaba en el color de sus paredes, en el óxido a veces presente, en el desgaste que presentaba un determinado alféizar o en el ruido que provocaban algunos niños, los cuales parecían estar buscando, intensamente, conversar con el eco. (No por azar Nietzsche atribuyó el carácter del niño al Superhombre).

Aquellas casas, en las que yo pretendía rastrear los signos descritos y otros muchos que no alcanzo a recordar en este momento, las hacía mi hogar a fuerza de imaginármelo. Tenía sólo quince años pero sentía que, esforzándome un poco, era capaz de recorrer cada habitación, de llenar sus esquinas con mis libros y mis enseres. Era capaz de inventarme vidas paralelas a la mía. ¿Acaso somos capaces de concebir el sujeto como unitario, sin que éste sea un eterno proyecto de sí mismo? Hoy esta idea resulta trasnochada, con frecuencia excluida. En cualquier caso, yo me encontraba más en la segunda premisa que en la primera.

Lo importante de esta hazaña que aquí rememoro, acaso infantil y poco prófuga, es la reflexión subversiva que se estaba gestando en lo más hondo de mi persona. En aquellas observaciones en días invernales, cuyo objetivo manifiesto consistía en un motivo puramente lúdico y de raigambre estética (aun sin yo saber por aquel entonces que estética era un término polisémico), una rendija permitía advertir algo en la trastienda de aquellas ensoñaciones propias de un futuro filósofo: el destino de todos los que albergábamos en nuestro interior el cometido de tomar el testigo de Aristóteles para llevarlo a término, esto es, aquel que implica vivir por y para la filosofía, se presentaba, cuanto menos, complejo.

La hendidura a la que acabo de referirme, conforme fueron pasando los años, fue abriéndose paso y lo que en su día fue una pequeña rendija poco a poco fue convirtiéndose en una gran brecha. Una herida abierta con muy mal aspecto, a la que fácilmente podríamos tildar de hemorragia. Aún no me explico cómo no pudimos advertir este asunto: habitábamos una época en la que las pistas abundaban por doquier. Compartir, por ejemplo, dejó de servir como referente para designar acciones en las que dos o más personas disfrutaban de un bien que poseía sólo una de ellas. Desde aquel instante dicha palabra adquirió una nueva connotación, alejada de la primigenia, impregnada de un deseo por exhibir en gran medida aquello que uno (no) era. Asunto diferente, aunque paralelo en gran medida a éste, era el de querer comprender que leer consiste en descifrar el significado de palabras escritas sobre un grueso volumen que, en total, acaso contiene una idea lúcida, siendo el resto una maraña de opiniones infundadas e impropias. Todo tipo de géneros sucumbieron ante este virus, desde la novela a la poesía, pasando por el teatro, las biografías, y, cómo no, también la filosofía.

Con una frecuencia mayor la gente mostraba empatía, alcanzando niveles insospechados, hasta tal punto que cualquier catástrofe suponía un motivo de luto en todo el planeta, ya padeciera una persona, un animal, el arte o una farola. Dicho éxtasis de compasión no hizo sino devaluar la propia moneda, por decirlo de algún modo. Una moneda de carácter ético, si es que acaso cabe escribir esa palabra. Ya nadie recuerda qué era la ética, ni tan siquiera el propio Amador.

Mientras tanto, los filósofos nos vimos abocados a actuar en calidad de artistas: sin esperar ser comprendidos, aplicando al detalle y con mesura un excepcional tratamiento en todo lo que escribimos, en todo lo que decimos, pretendiendo lograr con ello no más que un sincero agradecimiento. En la actualidad, como diría Nietzsche, buscamos asistir al nuevo amanecer. Estamos construyendo un camino sobre el sendero que efectivamente lleva trazado no pocos siglos, que consigue unir a la Atenas clásica con la época que nos sobreviene, en la que lastimosamente asignaturas como música y filosofía son reemplazadas por economía y psicología. Seguimos zafados en recomponer la situación que durante un largo tiempo sirvió como modelo, y en gran medida lo hacemos secundando un proyecto común que pasa por devolver el entusiasmo por disfrutar mirando.

Alcanzo el final del trayecto acercándome el papel que me ha servido como incentivo. Quito el capuchón del bolígrafo con mi boca, y sin dejar de sostenerlo, me apresuro a escribir una frase que pienso que sirve para ilustrar todo lo dicho hasta el momento. La escribo con una letra torpe e ilegible, mientras me levanto y voy hacia la cocina.

“Los filósofos, considerados genios en otras épocas, hoy sólo compartimos melancolía”.

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