I

Cuando el señor Rodríguez se suicidó: decidió hacerlo en su salón. Eran las siete de la mañana. Había abierto la puerta y colocó unos libros sobre un pupitre, los suficientes para poder llegar al techo, colgar una soga que había tomado prestada, abrazarse el cuello y esperar.

Cuando sonó el timbre se lanzó.

El primer estudiante en entrar a su salón percibió el último estrago de sus pies y manos en el aire…un aleteo de pájaro inquieto. Todos se enteraron al instante por el grito del primer estudiante, del segundo…y el quinto…como si los gritos fuesen una contagiosa enfermedad causada por el pánico.

La sombra de su cuerpo quedó tatuada en el calado iris como un ornamento más de aquel salón clausurado por días.

Nadie supo por qué lo hizo.

II

-¿Cuál usted diría que fue su mejor clase con el profesor Rodríguez?

El estudiante no sabía cómo contestar bien esa pregunta ni la importancia de la misma para los periodistas. Se quedó en silencio. Pensó en no contestarla. Pero luego volteó el rostro para observar a sus alrededores. Había otros estudiantes llorando, y cámaras, y sus otros maestros tratando de controlar un caos colectivo entre preguntas de padres y otros estudiantes. Pensó en Rodríguez y sintió un leve aleteo en el ojo, suspirado luego para morir en la garganta.

-Su mejor clase fue la de hoy.

Los periodistas soltaron los lápices. Lo miraron con espanto.

-Sí, la de hoy. Hay una lección en su acto.

-¿Cuál lección?

-El eterno porqué.

Todo quedó en silencio.

III

A las tres de la tarde: la escuela estaba vacía, y en cambio llena también de una pesadez inquebrantable. La sombra de un ave, tal vez paloma o chango, voló sobre el pavimento del patio para posarse en la cola de su dueña. Allí, el ave, no sabía en lo absoluta nada sobre la muerte y la vida. No comprendía el peso invisible ni las cualidades humanas del recuerdo y del olvido, invocados para hacer actos de presencias nacientes – con lentitud – en aquel espacio silente.

Las aves no saben nada de la vida, y en cambio vuelan sin suicidarse.

IV

-…y como siempre decía en su salón de clases: “lo único que nos salva es la escritura, nada más importa en esta vida más que esa huella táctil de tinta.”

El mismo estudiante que fue entrevistado por los periodistas no sabía quién pronunciaba aquellas palabras. El cuerpo de Rodríguez ya estaba en la caja, con las flores y la tierra. Y aquel hombre que pronunciaba las palabras las decía con tanta confianza y certitud, que el estudiante no tardó en molestarse. Sabía que eran falsas. Comenzó a comprender que la muerte, al igual que la vida, son espectáculos de ilusiones y espejismos, y de tiranías que abarcan los reinados de la verdad y la razón para hacer lógica al sufrimiento y justicia al olvido.

Decidió entonces no llorar en lo absoluto.

V

Vaciaron el salón sin nadie darse cuenta, y a los pocos días colocaron una foto del profesor, enmarcada, en una de las paredes.

Alguien se atrevió a vandalizar el marco dibujando un bigote sobre la sonrisa.

Fue entonces cuando decidieron quitar la fotografía.

VI

El estudiante no podía comprender cómo todo al cabo de unas semanas continuó su trayecto normal. Sus compañeros, los mismos que anteriormente lloraban en todas las esquina de la escuela, ahora eran los encargados de mantener el nombre y el apellido de Rodríguez como un tabú. Impronunciable, su recuerdo comenzó a desintegrase entre las comedias del diario y el estrés del final del semestre. Excepto para él.

Su promedio comenzó a bajar. Su ánimo. Sueño y apetito.

Nadie lo notaba tampoco, ni les importaba.

Batallaba con integrarse a la ola de la indiferencia o ser la piedra inerte.

Ese día, cuando quitaron la fotografía y se entregaron al olvido, decidió hacer lo mismo.

Llegó a su casa y recopiló todas las cartas. Estaban escondidas debajo de la cama.

Olían aún a él.

A su salón con ese olor del después de las cuatro de la tarde. Y a sus caricias prohibidas.

Tal vez fue el único momento donde sintió culpa.

O el primer momento en el que pensó en ella.

Inmediatamente hizo lo propio:

quemó las cartas, menos la última.

En ella también escribió su odio.

Y a eso de las siete de la noche, su vecina escuchó el grito de su madre…tan agónico y profundo que no necesitó explicación.

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