Un zumbido me despertó. Estaba desnudo. Todo era oscuro allí adentro, solo una débil luz entraba por una abertura. Palpé con las manos la juntura; un listón estaba algo suelto. Empleé ambas manos para intentar retirar la tabla, pero no lo logré. Volví a intentarlo con los pies, apoyando mi espalda en la pared opuesta para ejercer mayor presión. Hice varios intentos hasta que logré arrancar la tabla. Ahora podía ver el exterior. Estaba también oscuro, pero podía distinguir otras tantas cajas apiladas frente a mí. La segunda tabla fue más fácil retirarla de la trabazón y pude sacar la cabeza. Con algo de fatiga logré ponerme en pie. Con medio cuerpo fuera fue fácil sacar las piernas, aunque no pude evitar rasguñarme una pantorrilla.

Toda la bodega estaba repleta de cargamento. Bajé del cúmulo de cajas a un pasillo largo y estrecho. El zumbido hacía vibrar el suelo de malla oxidada bajo mis pies. Seguí el pasillo hasta una escalera de hierro. En el primer peldaño encontré unas botas negras, un casco amarillo y un mono azul. Me vestí y subí las escaleras hasta asomar por una escotilla al exterior. La cerré apagando el zumbido detestable y me sentí aliviado de verme fuera. El cielo estaba despejado y una ligera brisa marina recorría toda la cubierta, la cual estaba llena de contenedores metálicos amontonados de manera irregular. Era extraño, porque podía oler el mar, pero no lo veía. Caminé perdido por la cubierta, entre filas interminables de contenedores. De pronto, tropecé con una soga gruesa, la cual comenzó a moverse rápidamente, tan veloz que no supe en qué sentido se movía hasta que el cabo suelto de la soga cruzó por delante. Perseguí el cabo a lo largo de pasillos sin final. No podía pararme, pues a veces el cabo doblaba una esquina perdiéndolo de vista. Corrí y corrí hasta que finalmente se metió por la compuerta de un contenedor. Allí encontré a un operario con unas botas negras, un casco amarillo y un mono azul. Me sobresalté un poco, pero el operario no se inquietó. Impávido continuó enrollando la soga, ató el cabo suelto y comenzó a tirar de otra soga enredada con otras tantas, como si fuera un nido de culebras intrincadas entre sus piernas anquilosadas. Quise saber qué estaba haciendo y me dijo que estaba ocupado liando las sogas, que así mantenía la mente ocupada, apartada de su tristeza. Me explicó que él era el operario del ancla, pero ya no recordaba la última vez que el capitán le ordenaba echar el ancla. Le pregunté dónde estaba el capitán. El operario desenredando una soga me dijo que la siguiera, que esa soga me llevaría al puente de mando.

Salí del contenedor agarrando la soga para no perderla. Marché algo más sosegado hasta que la soga se perdió por debajo de un contenedor que la aprisionaba. Era un camino sin salida. Repentinamente una sombra cubrió el cielo. Miré hacia arriba y vi un gran contenedor sobrevolando mi cabeza. Retrocedí con un brinco y el contenedor cayó con estruendo. A punto estuve de quedar aplastado como la soga. Alcé la vista al cielo, distinguiendo esta vez un gancho zarandeándose de un lado a otro. No lo pensé, trepé por el contenedor desplomado y me abracé al áspero gancho. El cable de la grúa comenzó a deslizarse subiéndome por los aires. Desde allí arriba pude ver el mar y toda la cubierta del barco repleta de contenedores, formando un laberinto por donde circulaban centenares de diminutos puntos amarillos.

El trayecto terminó delante de la cabina acristalada de la grúa, donde un operario con unas botas negras, un casco amarillo y un mono azul, me preguntó qué estaba haciendo ahí colgado. Le respondí que estaba buscando al capitán, pero que al haber dejado caer un contenedor en mi camino no pude seguir. Me espetó que no era problema suyo que hubiera perdido el camino. Le sugerí que quitara el contenedor y me respondió que no, que tenía que seguir desplazando cargamento a ese sector, que su trabajo era muy importante porque si se colocaba mucho peso en un área determinada el barco podía escorarse. Siendo así le pedí que me acercara al puente de mando. Me dijo tajantemente que no, pero que la próxima carga la retiraría cerca del puente de mando y que me soltara cuando hiciera descender el gancho. Quedé conforme.

El gancho volvió a sobrevolar el laberinto. Cuando descendí lo suficiente me bajé con un salto. No lejos, accedí a un edificio blanco pajizo. En su interior una decena de operarios con botas negras, cascos amarillos y monos azules no dejaban de caminar de un lado a otro, excepto uno, que permanecía quieto y portaba una gorra azul marina bordada con laureles dorados. Me aproximé a él y antes de que abriera la boca me ordenó con voz grave que volviera a mi puesto. Le contesté que no tenía ningún puesto. Me preguntó enfurecido que cómo era eso posible. Le respondí que no lo sabía y le pregunté si sabía a dónde íbamos. Alzó el brazo derecho y señaló al horizonte añadiendo con voz firme y segura que íbamos hacia allí. Le dije que eso no era ningún lugar y que me parecía que estábamos perdidos, que era mejor que parásemos el barco antes de proseguir. Me respondió, ahora impertérrito, que era imposible porque todo el mundo tenía que continuar haciendo su trabajo. Traté de explicarle que no era cierto, que el operario del ancla llevaba tiempo sin trabajar. Vaciló un instante y acto seguido agarró un altavoz y ordenó detener el barco.

Desde el puente de mando observé a los operarios detenerse de súbito, estupefactos y desorientados. No sabíamos a dónde íbamos, pero al menos había conseguido detener el barco. Habiendo discurrido así, quizá podría lograr que se desprendieran del duro y pesado casco para, por un momento, apreciar el extenso mar oscuro y profundo, la áurea luz triunfante del sol y el prometedor cielo celeste.

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