El mundo se descompone en piezas que no tienen por qué encajar: es lo que pasa cuando se suicida tu padre y, además, eres un niño. Cuando, conforme pasa el tiempo, se piensa que el suicidio es lo más probable por mucho que lo niegue tu madre. Porque ella se dedica a negarlo toda la vida, desde el día en que te llamaron a mitad de una clase y el director te llevó hasta tu madre, que lloraba con la manera en que agarraba el bolso. Todas sus miradas hasta el día de su propia muerte, muchos años más tarde, te dirán que fue un accidente, arbitrario, el destino sin más.
Vivir en un mundo así, significa que la realidad tiene vacíos que no se llenan y que te da un poco de miedo mirar a través de esos huecos, que se perciben hasta entre las piezas que encajan. ¿Qué hay al otro lado? Es una pregunta que por las noches insiste en no marcharse, en no diluirse en el sueño, rebota por la almohada, como una pelota de goma infinitamente elástica.
Crecer un año por año en ese entorno, es como tener una adolescencia perpetua en la infancia. Así que, cuando por fin llega el periodo de la ira y el rechazo no hay casi nada contra lo que rebelarse y se puede ser un joven tranquilo aunque no alegre, sagaz pero no brillante.
Se puede afrontar la vida adulta con lo que parece profundidad, lo cual otorga un cierto valor añadido a la mirada. Encontrar a la mujer que se ama es un poco más fácil así, no todo iba a ser un problema, te dices una noche, y encuentras el sueño un poco antes y lo notas y piensas desde cuándo era que tardabas tan poco en dormir. Tardas varios días en recordar que fue antes de la visita de tu madre al colegio para llevarte a casa y a la nueva vida que te ha acompañado desde entonces.
Lo difícil es llegar a la misma edad que tenía tu padre cuando, según tú, se quitó la vida, por desesperación o por libertad, cuando, según tu madre, os dejó para siempre por la misma razón que existe el azar. Buscas, con una inquietud y una desesperación que no quieres reconocer, una foto de tu padre en el año de su desaparición, como solía decir tu madre. Encontrar una foto del mismo mes en que os dejó o se marchó después de varias semanas es un alivio para ti, para tu esposa, para el hijo que te ve a ti aún como un sabio, como un gigante cercano y compasivo. Igual que tú apareces junto tu padre en esa foto, algo que no recuerdas, que nunca habías recordado. ¿Por qué tu madre no te dio nunca esa foto? No sabía que existía siquiera: es una gran explicación, ni siquiera te suena a excusa. Pero tú no recuerdas haber ido a un fotógrafo. Era una época en la que ya casi nadie se hacía fotos de estudio sin que hubiera un acontecimiento de por medio. Sin embargo, ahí está la prueba. Tu padre te lleva a un fotógrafo profesional y los dos, muy bien arreglados, lucís ante la posteridad que en realidad eres tú, sólo tú. Un indicio más en la línea del suicidio, te insistes a ti mismo. Si hubieras tenido esta foto entre tus manos, tal vez no habrías percibido de forma tan clara las juntas de las piezas del mundo, tu adolescencia no habría sido tan sencilla ni habrías llegado a tener el hijo que tienes ahora, algo mayor de lo que tú eras en la foto. Mejor, pues, no haberla tenido durante esa parte de tu vida. Mejor que haya aparecido ahora, más de dos décadas tarde para llegar a tiempo.
En la foto, tu padre sonríe de medio lado a la cámara, casi en un gesto canalla, un poco despreciativo hacia el fotógrafo y hacia todos los que han de mirarle hasta que la foto deje de existir. Aprecias, sin embargo, esa mueca. Te refirmas una vez más en la idea del suicidio. Ese gesto lo dice todo, piensas. Hablas con tu hijo y le cuentas sin más la historia de tu padre, incluyendo también la versión de tu propia madre. El chaval no se asusta: es el pasado de alguien que no ha conocido. No ha visto el vacío entre las piezas del mundo, piensas, pero es inteligente y abre los ojos sin miedo. ¿Por qué no nos hacemos la misma foto tú y yo?, te pregunta. Es una buena idea. Es una gran idea, de hecho.
Os cuesta encontrar un gabinete fotográfico. Sin embargo, al fotógrafo le fascina la idea desde un primer momento: recrear un momento de hace casi treinta años, llevar el presente hacia el pasado. Incluso os propone hacer una foto química además de la digital. Tu hijo se entusiasma. Y allí estáis los dos un día. Tú con un gesto algo canalla, que no termina de sentarte bien, pero que tampoco te hace mal. Tu hijo, sencillamente a tu lado, a gusto con tu mano en su hombro, como tú, seguramente, bajo la mano de tu propio padre. Lleváis ropa parecida a la de la primera foto. Igual ha sido imposible, pero habéis pasado una buena semana buscándola. Al final, tuvisteis que ir a una tienda de disfraces y atrezo para películas. El fotógrafo hace varias pruebas, con diferentes tipos de luz. Pasáis juntos toda la tarde, tu hijo y tú. Aparece un nuevo tipo de relación entre los dos. Incluso piensas que se inicia una tradición, algo que te legó tu padre por alguna razón que tal vez te explicó, pero que eres incapaz de recordar. Al menos, esto sí lo recordará tu hijo. Un tanto a favor de que no quiso irse, que todo fue por casualidad, puro azar. El destino, como solía decir tu madre.
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