Los días pasan con artrítica ligereza.

Tantos martes,

tantas calles,

tantas tardes.

Comemos como gordos comensales pero permanecemos esbeltos,

aerodinámicos.

Bebemos como focas sedientas de coral;

despertamos inocentes y lampiños.

Como si no hubiéramos olido su sangre entre las baldosas,

susurrado tras su pelo,

sus pasos en el zaguán.

Tantos martes.

Deambulamos por una paz de valses y coronillas,

de airbags y genuflexiones.

Tantas calles.

Aparecemos de debajo de las piedras como gnomos,

como brotes verdes de una primavera incesante.

Los tallos se ramifican, imparables, desplegando la tiranía del follaje.

Tantas tardes.

El deber de un esperpento a colorear dentro de los contornos del dibujo.

Un dibujo grande como una ciudad.

Como una ciudad sin luces.

La maldad devuelta al paraíso de donde fuimos expulsados.

La encerramos allí.

Ya nunca hablamos de ella.

Solamente algunas noches, a la sombra de una guitarra o un acordeón, la cantamos con voz terrosa, de puerto, de parque a los quince, de escapada, con voz de grieta en mitad de la plaza del barrio. Cantamos traspapelando versiones, cada uno la suya, pero todos aprovechando que es tan solo en ese momento, cuando la música nos venda el paladar, que podemos desenvainar los puñales y posarlos sobre la mesa.

Los lustramos.

Los propios y los destinados a nuestro cuello.

Los lustramos con la dulzura de la maldad delatada con orgullo, compartida como la ropa y los discos que se prestan para no volver, con la algarabía de saber que en el fondo son esos filos plateados los que hacen que nos busquemos, y es el no usarlos, quizá, lo que nos permite seguir siendo amados.

Lo hacemos sabiendo que si en ese preciso instante nos concedieran un fundido a negro, todo lo anterior, incluso aquello que no tuvo lugar, quedaría más que explicado.


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