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Ellas son dos, casi como mellizas, pero no lo son.

Cuando yo nací, dice mi abuela Alicia, dormía sólo en brazos. Ella siempre tenía los suyos disponibles para mí. Cuando los brazos de todos se agotaban, ella estaba ahí, fuerte y ágil tal como había sido veinte años antes con cada uno de sus hijos. Yo no recuerdo nada, pero me basta con escuchar sus historias y la calidez con que toman vida en sus palabras.

Cada sábado y domingo nos sentamos a tomar el té. Mi abuela Alicia me hace reír, porque cuando termina sus tostadas no recuerda si se las ha comido o no. Entonces yo le explico que fueron cuatro, dos con mermelada y dos con queso, porque tiene un apetito voraz, lo de voraz no se lo digo, claro, pero ella jamás me cree y se enoja conmigo. La abuela Norma, hermana de mi abuela Alicia, nos mira con sus ojos húmedos, con el agua a punto de caer resbalando por sus mejillas suaves. Yo entiendo lo que su boca ya no puede decir y tomo entre mis manos las suyas, temblorosas.

Ellas son inseparables, aunque estuvieron separadas muchos años. Una se fue a vivir a la costa y la otra se quedó en la ciudad. A mí me encantaba ir a la costa a visitar a la abuela Norma. Su casa era como un barco, toda de madera y con un pasillo largo, y ese olor húmedo de las casas de playa, era una aventura para mi nariz curiosa. De chica yo me encerraba en el baño y hacía mezclas de jabón con pasta de dientes y un poco de colonia. Luego, cuando ella recibía mi regalo, se lo aplicaba en su cuello como si fuera el mejor perfume francés. Mi infancia está repleta de esos viajes que nunca eran lo suficientemente largos para agotar mi energía. Eso sí, apenas me sentaba en el asiento trasero del auto, me quedaba profundamente dormida.

El otro día mientras bañaba a una de ellas, secretamente miraba su cuerpo cansado. La fragilidad de sus piernas y la vergüenza que siente su piel al roce de mis manos. Cada vez que hacemos ese ritual, yo tengo ganas de abrazarla, rodearla con mis brazos y quedarme ahí, mientras el agua nos empapa y nos va envolviendo como una cascada de lluvia tierna.

Ellas son dos, casi como mellizas, pero no los son. Para mí están unidas por una historia que sólo ellas comprenden, que cuidan como hueso santo en un rincón de sus mentes desmemoriadas y sus cuerpos torpes como las hierbas de un huerto que alguien se ha olvidado de regar. Mientras tanto, a mí sólo me queda enredarme en sus pasos lentos, en sus recuerdos de tango viejo, en sus tristezas, sus sonrisas y sus caricias, al mismo tiempo que voy pidiendo a mis dioses, que esa no sea la última tarde que yo pueda compartir con ellas. 

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