LAS LLORONAS DEL ABUELO

LAS LLORONAS DEL ABUELO

KARLA MORENO POO

15/05/2014

Sus frías e inmóviles cáscaras de uva vieja languidecían sobre su malencarada figura. Eran párpados que amenazaban con abrirse súbitamente para interumpir su sosiego. Chabelita, curvada con dificultad sobre ellos, analizaba, por última vez, aquellos ojos escondidos bajo la arrugada piel del abuelo. Anclada en él, agarraba su mano y no dejaba de frotarla provocando la envidía de cualquier figurilla de la basílica de San Pedro.

Estábamos en la casa familiar. Unos yacían sobre los sillones de la sala de juego para desestresarse de la fastidiosa labor de mantener el cuerpo correctamente erguido. A pesar de estar en tiempos modernos, la imagen y el “qué dirán” de nuestro círculo social aún le apretaban el corset a mis tías. Amigos, compadres, fastidiosos médicos y otros personajes de alcurnia se congregaban en el comedor principal para saborear las delicias preparadas por Domitíla, la nana. –Ella podía pasar desapercibida entre los invitados, ya era parte del añejo inmobiliario–.

El carro fúnebre no tardaría en envolver a mi abuelo en las luces de la oscuridad. 

Los familiares más cercanos entrabamos y salíamos de la habitación donde se encontraba el cuerpo.  Contábamos anécdotas colmados de detalles que nos impedían contener la risa. Con la elocuencia de un sabio y un temple sacerdotal,  mi tío Ruben agregaba al final de cada frase: “Más respeto al viejito que ya esta tendido”. Y sólo paraba las comisuras de los labios por un segundo.

Súbitamente un manojo de mujercitas de larga cabellera y negras vestiduras, entraron como una orda de cangrejos a la habitación. Enmudecimos. El ámbiente se torno gris y pesado, como el de… un funeral. Nuestras miradas se entrecruzaron. Atónitos y ante tal eventualidad guardamos silencio sepulcral. Las mujercitas con pasos cortos y veloces se apelmazaron frente a  la cama de nuestro difunto. Comenzaron a balancear sus cuerpos de un lado a otro sosteniendo en sus manos los interminables rosarios que  se comían con los dedos.  Poseídas desgarraron su llanto por largo rato, repitieron plegarías, pidieron frenéticamente a su Dios salvar al abuelo, a los santos iluminar su camino, y a las vírgenes resguardarlo en su regazo. – Esto último de seguro no le molestó a mi abuelo–.

A la llegada del carro fúnebre, la angustia nos inundó, no podríamos despedirnos del abuelo. Seguíamos petrificados. Los rezos nos hicieron entrar en trance. El tiempo nos resultaba infinito.

De pronto, la llorona que precedía el cortejo fúnebre, por un hueco entre su ropa saco una vela blanca y la prendió. Se acercó al abuelo, lo persignó y volvió a meter la mano entre su ropa para develar la imagen de un santísimo que colocó delicadamente sobre la cabecera. Al instante, las demás lloronas se callaron. Con pasos cortos y veloces se retiraron en silencio.  Sus rostros no llevaban rastro de lágrimas.  FIN.   

foto21.JPG

 

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus