Era un viernes de primavera, aunque por lo nublado y fresco podría haber pasado por cualquier otra temporada.
Mi madre se levantó rápida -como hacía antes de la jubilación-, desayunó su pan tostado con aceite y su café con leche de rutina, se duchó y vistió, corriendo a encerrarse en la cocina, cumplido el ritual habitual…su templo, su escenario donde se subía con la misma emoción que un cantante de ópera dispuesto a dar el do de pecho, salvando las distancias.
En la cabeza tenía todos sus platos previstos y seguramente, en la recámara guardaba alguno para rizar el rizo…que casi siempre conseguía, como último hito de un plan trazado días, o incluso semanas antes en cuanto le anunciaba nuestra próxima visita, que esta vez se produciría en la casa del pueblo.
Le hacía sentirse tan activa, tan viva…
Con todos los ingredientes dispuestos en la encimera, se remangaba y se ponía a la tarea. En esas horas, no agradecía las tan valoradas llamadas telefónicas de cualquier otro momento,- lo más probable es que te llevaras hasta una contestación seca y airada…
Para la ocasión los alimentos escogidos eran la tortilla de patatas, unas empanadillas de bonito con el punto justo (mamá están más ricas que las tuyas, decían mis hijos) y un simple flan que “hace años que no lo hago» y «a ver si les gusta a los niños”.
Como solía, cumplió objetivos y a la hora de comer tenía todo listo y recogido a la espera de la ansiada visita.
Ahí llegamos nosotros con nuestro desembarco habitual, campando a nuestras anchas por la casa, invadiendo espacios y objetos completamente cedidos o rendidos incluso sin pedirlos.
Y una vez más, al llegar a la cocina y ver todo el despliegue, no me contengo y sin mayor reflexión ni sentido de la lógica, le hago la crítica de rigor, recriminándole que no descanse antes de llegar nosotros que ya de por sí cansamos, que sabemos cocinar, que no somos unos incapaces…en fin, la sarta de incongruencias y reclamaciones varias ya conocida, aunque sé que me lo comeré todo, nos lo comeremos…
Mi madre se defiende, intenta desviar el tema, pero yo con mi persistencia usual en estas situaciones tan incómodas y que me granjea la suspicacia de varios miembros de mi familia, resisto y mantengo mis posiciones.
En esas estamos cuando por una vez la historia desemboca en un callejón distinto…porque mi madre,- aunque no suele ser su costumbre- ha colocado la suculenta tortilla en un plato en el alféizar de la ventana para que se enfriara, por si nos apetecía nada más llegar…y el perro del vecino, de nombre “Lobito” la ha localizado por el estupendo olor y antes de que nos demos cuenta y hagamos nada, se la ha zampado sin darnos ni tiempo de pestañear.
FIN
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