Huele a madera. Mi tío sierra un mueble en mi cocina y, de golpe, me entran unas inexplicables ganas de llorar. Rastreo en mis recuerdos y aparece el dato, hace un año, en una sala recién estrenada en el epicentro del valle navarro de Salazar. Huele a madera en el nuevo tanatorio del pueblo. Mi abuelo ya no está.

Cierro los ojos. Me duele el corazón. No quiero tiritas, renuncio a los parches, decido beber del cóctel de amor y dolor que dosifico en cada lágrima. Oigo el serrucho. Después, una banda sonora de cencerros y balidos. Le veo a él bebiendo de una bota de vino a la sombra de un haya. A sus pies, pasta un rebaño de ovejas. Yo todavía no represento ni un sueño en sus ilusiones. En su cabeza, sólo revolotea Juanita. La mujer de su vida.

Cierro los ojos más todavía, hasta que el rímel pasa a tatuarme las ojeras. Puedo verlos a los dos, unidos por unas manos suaves, pero talladas al mismo tiempo por la dureza de un camino juntos repleto de baches. Sendos anillos de oro brillan entrelazados, casi mimetizados con la piel tras cincuenta años de puro amor. Sus caricias octogenarias lo dicen todo. 

Ahora toma mi mano. Su cabeza no recuerda quién soy. Postrado en una silla de ruedas, sus ojos me atraviesan. No hay brillo. No estoy. De pronto, cuando siento que se me parte el alma en millones de pedazos, asoma una lágrima. Suya. Aprieta mis dedos y puedo sentirlo. Su corazón sí me reconoce. Trata de decir algo, pero su voz lo silencia para que conversen nuestras almas. No hace falta más. Él y yo. Es su despedida. A su manera, callada y sincera, nos dice ‘hasta siempre’ a todos.

Aprieto el llamador que cuelga de mi cuello. Tintinea el cascabel en su interior. Suspiro, abro los ojos y regreso a la cocina. Huele a madera. Mi ángel está en paz. 

FIN

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