Oculto, nos acecha. Aún deslumbrado, recién revelado, entreabro mis páginas todavía húmedas y balbuceo, nervioso. La abuela sonríe y me mece en sus brazos.
—Hola, pequeño. Eres una belleza —susurra dulce la antiquísima fotografía.
En la repisa familiar, rendidos, papá y mamá duermen felices juntando sus marcos. Y un pequeño borrón silencioso, el tío Alberto, corre a esconder en las sombras su malformación.
—Eres la historia viva de nuestra familia —la abuela, haciéndome cosquillas, pasa mis páginas. En la repisa, tras nosotros, emerge de las sombras el abuelo.
Muestro a los abuelos, muy jóvenes, en mi primera fotografía. Ella de cartón coloreado, sonrisa pícara e inteligente. Él un aristocrático daguerrotipo: duro y severo.
Detrás observo al abuelo, decidido, arrastrándose, acercándose. Me remuevo y agito mis páginas.
—¿Te da miedo? Es solo un viejo loco —sonríe tranquilizadora— obsesionado por el linaje de su familia, reza siempre: “vivíamos solo en salones aristocráticos y nos revelaban solo los mejores fotógrafos”. No le hagas caso, los vapores de mercurio le afectaron—ríe bajito, sin despertarlos—. No permite recordarlo, pero yo trabajaba con un fotógrafo de feria cuando lo conocí.
El abuelo extrae una botella; desenrosca el tapón: lejía. Tiemblo asustado.
La abuela me arrulla reconfortante. Después, pasa mis páginas: muestro la familia crecer y dividirse. Recortada, la tía-abuela Flora besa a un fotograma alto, seductor y engominado.
— Pobrecilla, él enloqueció. ¡Meter un fotograma de cine en la familia! Entonces, profesión de bohemios o pervertidos que se dejaban montar en secuencias y tomas. La encerró —acaricia a Flora en mi página y noto su celulosa temblar.
El abuelo también tiembla. Furioso, empuja la botella y derrama gotas tras él.
—Para cuando logré encontrarla, era ya un papel quebradizo y empapado, en una caja de cartón. Hará tiempo que murió.
Aterrado lloriqueo y empapo una página en la que aparecen convertidos, ahora, en padres.
—No temas, es tu tío Alberto —solloza—. Mi pequeño, siempre en las sombras. Un mal revelado: ¡mentira! Siempre celoso, creyó que era hijo de una foto a color: vertió lejía en el líquido de revelado.
Muestro a mamá, un pequeño carrete, en brazos de la abuela. Mientras en las sombras, un borrón cruza la repisa. Mamá, de alegres colores en el colegio.
—Por entonces tener hijos de color ya era bien visto —suspira aliviada.
El abuelo nos alcanza y golpeo mis solapas aterrado. Mamá, en la facultad de imagen y sonido. Puedo oler, penetrante, la lejía.
—Ahí conoció a tu padre —continúa serena—: una foto digital, tan joven, tan enamorado… No le gustó: casi no pude protegerlos.
—Pero yo no iba a permitir que repitiera lo de Flora, lo de Alberto.
El abuelo, contrariado, se gira. Iluminado, el borrón sonríe deforme.
—Ahora aquí estás, pequeño: el primer álbum digital de la familia.
El borrón arroja la cerilla.
—Y no dejaré que él te haga daño, te lo prometo.
Una gota de lejía prende. El abuelo empieza a crepitar.
Fin
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