-“Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María» –
Acto seguido cerraba los ojos, férrea, sentada al borde de la cama, cara a la efigie tamaño XL de la Virgen de Fátima. Sea como fuere, aquella escultura casi a escala real desató los delirios de mi abuela. Ahora podría desviar el foco de su infinita fe de las estampas santorales hacia aquel mamotreto. Si bien aquella efigie sagrada y yo parecíamos dos niñas de 8 años por dar el estirón, nada era suficiente para la abuela. Semejante armatoste merecía su propio altar, ofrendas florales e ígneas y una posición cenital desde la que velarnos. Pero aquella matriarca católica no llegó sola. Si con sus dimensiones no bastaba para intimidar a cualquier ateo, traía consigo una pequeña gemela de plástico cuyo manto presumía ser el sucedáneo del satélite Meteosat, asequible al católico de a pie. Muchas fueron las ubicaciones del santuario mariano que finalmente terminaría beatificando el dormitorio de mi señora abuela. Y es justo allí donde nos hallábamos, rezándole una salve a la estatua, haciendo uso del más ancestral de los folclores divinos:
-“Rezo esta salve a los ojos de la Virgen para que ayude a encontrar mis gafas”-
musitaba yo con la credulidad de una niña siendo adiestrada en cuestiones de fe. Solo quería recordar en qué maldito lugar habría dejado aquella vez esas horribles gafas, me traía sin cuidado si para ello había de encomendarme a la divina providencia, al manto adivinador de la virgen en miniatura o a las deidades del politeísmo egipcio. Y como aquel manto se destiñó al tercer día y a mis tiernos años poco ducha en culturas vetustas estaba, mi abuela y su misticismo eran la opción más asequible. Por aquel entonces Iker no zarpaba en la nave del misterio, viendo yo en aquel acervo de tradiciones mágico espirituales, la fuente donde saciar mi inclinación hacia lo insólito.
Crecer amparada por una talla virginal de mi estatura, escuchar apologías religiosas y observar la entrega con la que la abuela oraba austeramente por cada cuenta del rosario, no basto para llamar al proselitismo. Pronto, los credos que suscitaban mi asombro se tornaron quimeras y emprendí una cruzada nihilista que haría frecuentes épicas escenas abuela – nieta disputando por la fe. Era tan fácil airarla que los duelos empezaron a tener un móvil lúdico y desatar la faceta más católicamente irascible de la abuela, se convirtió en un pasatiempo. Ella nunca contó con una sólida educación y no era inusual en su discurso, atisbar atentados contra la lengua del calibre de “inderción” o “caramales”. Y como era costumbre aprovechar los lapsos de inocencia de su idiosincrasia, los yerros verbales no fueron menos. Recuerdo haber compuesto alguna cancioncilla ingeniosa inspirada en su argot, pero sobre todo recuerdo su expresión entre severa y jocosa…
Es curioso como en cuestión de dos generaciones, la candidez de la senectud puede equipararse a la de la niñez y más curioso aún es como el amor no entiende de convicciones.
FIN
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