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     Descubrí por casualidad a esas dos señoras cuando murió mi abuela. Nadie sabía quiénes eran. Se veían a través de un espejo que resultó ser un daguerrotipo de mil ochocientos cincuenta y seis, sellado por un cristal dentro de un estuche. Le pedí a mi madre que me lo regalara. Según cómo lo movía, podían aparecer cuatro imágenes o dos, en relieve. Pasé muchas horas observándolas. La instantánea me inquietaba y me preguntaba si el fotógrafo fue escrupuloso al capturar sus sentimientos. Ahora vuelvo a tenerlas delante, las miro fijamente y de repente me hablan, me dicen que son Catalina y Mª Ignacia. La más vieja es Catalina, la suegra, y la joven, Mª Ignacia.  
       Mª Ignacia.- En cuanto termine el tiempo de exposición y esta incómoda postura, me va a oír, le voy a hablar claro. Estoy harta de vestir de negro y de hacerlo todo a su gusto. Lo último que se le ha ocurrido es plantificarme este lazo rojo tan horrible en el cuello. Eso por no hablar de la engorrosa hilera de botones del corpiño, otra de sus geniales ideas. No sabe qué hacer para molestarme. Desde el mismo día que me casé, hace dos años, se ha instalado en mi casa y no deja de controlarme, ni de mangonear. Por más que le digo a Luis que su madre no me permite mover un dedo sin su permiso, él no lo cree, dice que son figuraciones mías y que ella es la persona más bondadosa del mundo; claro, delante de él disimula y se deshace en adularme, no se da cuenta de que es una chismosa y una manipuladora. No la soporto más.

      Catalina.- ¿Qué se ha creído esta mocosa? Está tiesa como un palo porque la he obligado a retratarse. Dice que es muy caro, pero a ella, ¿qué más le da lo que cuesta, si no maneja el dinero, ni le importa saber lo que tiene su marido? Está alimentada y vestida, ¿qué más quiere? No pienso decirle a cuánto ascienden mis rentas, ni las de Luis. Debería darnos las gracias por acogerla con los brazos abiertos, porque su dote no basta para mantenerla con el decoro con que lo hacemos.  

       Mª Ignacia.-  Me mira de reojo y me pone cara de odio, ¿pues no acaba de decirme que sonría? Ahí está, a mi lado, apretando su abanico como si fuera un bastón de mando. Me estoy consumiendo por dentro, no sé si podré seguir aguantando a que la pose termine. Soy capaz de coger a mi hijo y salir corriendo. Lo siento por el niño, ¡está tan contento abrazado a su cachorro!

      El tiempo transcurre, Mª Ignacia aguanta, como es obligado, y no se va. Catalina la observa por el rabillo del ojo para que no se desmande. Sus rostros son el  modelo del alma; sus gestos hablan de pensamientos íntimos, esos que nunca se dicen en voz alta y se guardan detrás de una impresión fotográfica.

Mª Paz Ordinas Montojo

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