Como siempre, limpias la cuchara más de diez veces con la servilleta antes de empezar a comer. Yo pedí un salmón ahumado con papas al horno, y tú, una crema de tomate con ensalada de atún. Nada más eso porque te ha dado uno de esos ataques de vida saludable que te duran poco menos de un mes.

Mientras me cuentas que tu hermana se casa por segunda vez, mueves tus manos como si hubiera algo más denso que el aire en el ambiente. Como si nadaras e intentaras abrir el agua que separa nuestras sillas, una frente a otra en ese restaurante que nos encontró con hambre en el centro de Bogotá.

Nos llevan los platos y dos copas de vino blanco. Te miro los labios mientras llevas la cuchara a la boca. Cómo me gustan. Ellos fueron los que me obligaron a hablarte por primera vez hace un par de años en ese bar.

Cuando estás a punto de comer, bajas lentamente la cuchara y tus ojos se fijan en algún lugar detrás de mí.

–  ¿Qué pasa?

Te quedas callada unos segundos.

–  El señor que está en la entrada… el de traje azul. Me parece familiar.

Antes de que yo voltee a ver, me susurras que viene hacia nosotros. El señor del traje azul, de barba canosa, se sienta justo en la mesa del lado.

–  ¿Quién es?

–  No sé, pero lo conozco.

El mesero lleva al hombre un café y tú sigues la ruta de su mano, desde que sus dedos enlazan la oreja de la taza hasta que la llevan a su boca. Él mira un papel y lo sostiene con tanta fuerza que alcanza a arrugar una de sus esquinas. El hombre parece no pertenecer allí. Se ve extraviado, fuera de lugar, como un miércoles festivo.

Se levanta, deja un billete sobre la mesa y junto con él, el papel que ahora sabes, es para ti. Apartas el billete y tomas el papel que resulta ser una foto. Tu rostro se transforma. No crees lo que ves: una fotografía vieja en la que estás con tus hermanos Milagros y Sergio en una silla del parque Olmos. Debes tener 4 años. Debe ser Mayo el pastor alemán del que alguna vez me hablaste el que los acompaña, y parece ser el único que posa para la ocasión, el único que ve al fotógrafo.

–Esto debe tener más de 30 años. No sabía que existía–, me dices.

foto_familia.jpg

Atrás, hay un niño que los observa sin que se den cuenta. A tu asombro se suma el mío cuando me reconozco. Soy yo, de unos 10 años, estacionado en ese mismo parque.

Nos quedamos allí, encontrando que yo hago parte de la lista de los anónimos de tus momentos dorados. Que fui de esos torpes intrusos de las fotos familiares que nadie sabe quiénes son. Pensando en tantas veces que nos habremos cruzado antes de conocernos. Preguntándonos cuántas fotos más  guardará el señor del traje azul.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus