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Mis pequeños granitos de sal, así nos llamaba papá. Cuando él partió, mamá empezó a comportarse de forma extraña. Salía por las noches, mientras Beth y yo dormíamos, y regresaba con algunas flores que ponía junto a la choza. Allí estaba, sentada en la orilla de aquella playa de nadie; donde el mar mojaba sus pies y las lágrimas, sus ojos. Mi hermanita y yo, en cambio, éramos niños, y claro, los niños son diferentes; ellos siempre conservan esa inocencia que los años arrebatan a los adultos.

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Nos alejamos de la playa sin que mamá nos viese. Ella no nos hubiera permitido ir a aquellos montículos de sal, a los que papá nos solía llevar. Hacía un día soleado y el horizonte se había tornado difuso, como si de un espejismo se tratara. La brisa del mar nos acompañaba, apacible y refrescante, en nuestra pequeña aventura; pero lamentablemente para nosotros, mamá ya se había percatado de nuestra ausencia y nos ordenó regresar a la playa antes de alcanzar nuestro destino. 

Aquel día (como ya os habréis imaginado), nos llevamos una buena reprimenda.

Al ocaso, sentados junto al fuego, el fulgor de las llamas iluminaba nuestros rostros complacidos por estar juntos. Aquella isla desierta, en la que mis padres habían naufragado antes de que Beth y yo naciéramos, era nuestro hogar, y nos sentíamos dichosos por ello; pero el extraño comportamiento de mamá nos tenía algo preocupados y estábamos dispuestos a llegar al fondo del asunto aquella misma noche.  

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La luna llena vestía la playa de brillos plateados y el mar acariciaba las rocas dejando sonidos que serenaban el alma; cuando un ruido nos sobresaltó. Vimos salir a mamá con un candil y un cesto en sus manos. Beth y yo la seguimos en silencio durante un largo trecho, hasta que se detuvo en unos rosales. Después, se dirigió hacia las salinas abandonadas. El sonido de las aspas del viejo molino quebraba el silencio, cada vez más, a medida que nos acercábamos a los montículos de sal. De pronto, mamá se arrodilló y comenzó a hablar en voz baja. Nos acercamos con sigilo, y entonces, comprendimos. Había una cruz clavada en el suelo; Beth ahogó un grito, y mamá, al vernos, palideció. Sus ojos encharcados brillaban a la luz del candil como estrellas lejanas.

Permanecimos allí, sentados, junto a la tumba de papá y la noche fue testigo de la unión de nuestra familia, y de que nada ni nadie iba a poder separarnos nunca, ni tan siquiera la muerte.

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Al día siguiente, junto a la orilla del mar, mamá nos contó lo que había sucedido.

Aquel fatídico día, las aspas del viejo molino golpearon a papá. Ella lo había encontrado tumbado, con un puñado de sal en la mano.

Él siempre decía que los miembros de una familia eran como granitos de sal, y que podíamos verlos, relucientes como perlas al sol, o recordarlos, cuando se diluyen en el mar; pero que siempre estarían presentes.

                                                                                       

                                                                                                              FIN

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