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Mi hermano Isaac  ha muerto y no hay en el hogar ninguna imagen de él ni vivo ni muerto.

Pero este retrato mi familia lo tiene como un amuleto. Yo en cambio, desde las primeras horas  que siguieron a su muerte siento que esa foto me acecha. Apenas se hace de noche me atormenta, pero insólitamente al despertar, y cuando la paz y amor de mi familia acompañan mi rutina, esa imagen símbolo del desconsuelo me conforta y me fortalece. Es una sensación inexplicable y hasta de locos, pero yo soy una mujer triste.

Mi abuelo Pablo –quien sentenció mi estado perpetuo de tristeza una mañana que lloraba junto a los patos del corral — me consolaba diciendo que los tristes debemos de contemplar la fortaleza de nuestros héroes para sobrevivir a ese sentimiento absurdo, real y constante.  

Y mis padres son mis héroes. En esa foto aparecen con el último de sus hijos en un ataúd. No los veo desconsolados ni llorosos y los admiro con  un amor sin condiciones y sin glorias. Pero claro que a la vez me agobia verlos cansados, resignados y solos en un cementerio polvoriento. Sus otros dos hijos estamos ausentes porque no hubo dinero para nuestro viaje en bus hacia ese cementerio ubicado demasiado lejos de nuestro hogar, esa choza construida entre caminos de arena y sol. 

Isaac, mi hermano hermoso, ha muerto hace tantos años que pareciera que nunca existió.  Fue un lunes. No hubo velorio. El obrero de una fábrica de galletas no ha tenido el derecho de velar a su hijo muerto. Y no por ello se ha rendido, camina y camina con prisa y sin pesares todos los días desde hace cientos de jueves.

Mi padre cobraba los jueves su sueldo y hasta el jueves debió trabajar para rescatar  a Isaac del hospital y  sepultarlo. Compró un cajón blanco y un ramo de flores y acompañado sólo por mi madre y Ezequiel se dirigió hacia el cementerio. No hubo misa, lo sepultaron y nunca regresaron ni a llorarle ni a llevarle flores. 

Marcos y yo estuvimos solos en casa. Lloramos, demasiado. En esos días  teníamos tanta hambre como pena. ¡Cómo no vamos a extrañar al hermano muerto¡, pero tampoco había dinero para comer.

Mi padre oraba y mi madre oraba mucho más, pero ambos en silencio. Ambos nos decían que no debía de existir excusas ni tiempo para la tristeza. Marcos y Ezequiel entendieron bien la lección.  

 Hoy conocimos Nueva esperanza, el cerro donde lo sepultaron. Es el cementerio más grande y feo de Lima: cientos de miles de lápidas esparcidas en interminables cerros verdosos en ese eterno invierno de octubre.  Lamentablemente, entre tantas tumbas, la de un niño abandonado hace 10 950 días  ya ni siquiera existe.

Jamás nos llevaron a visitarlo. Siempre preguntábamos y nunca obtuvimos respuesta. Pero hoy hicimos la misma pregunta que habíamos hecho por miles de días a nuestros padres: «Dónde está sepultado Isaac». 

-No sabemos–responden–, y no mienten.isaaclectura_segunda_foto1.jpgisaacfotoimportante1.jpg

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