Es la España de 1940, en el inicio de un largo tiempo de postguerra, Natividad acababa de ser madre sin tener a su lado al padre de aquella criatura morena que tanto se le parecía.
Se enamoraron y tras la contienda, se casaron una noche oscura de enero. Deprisa y de negro, para que todos en el pueblo supieran que habían “comido del pastel de bodas” con anticipación. Solos, sin amigos que les animaran ni familiares que vitorearan. Acompañados al altar, tan solo por sus padres como padrinos y testigos de una precipitada boda.
Antes de que naciera la hija que llevaba en su vientre, el marido fue arrestado por “rojo” y llevado a un campo de trabajo lejos de aquél pequeño pueblo extremeño. Cuatro largos años les separaron. Un tiempo en el que Natividad criaba a su hija en la casa materna mimada por sus padres y hermanas mayores, algunas de ellas, madres a la par.
A escondidas, con un candil bajo las sábanas donde cobijaba a su hija en las largas noches de invierno, leía las apasionadas y escasas cartas que el marido enviaba para mantenerla enamorada en su ausencia como él mismo decía estarlo, con bellas palabras de amor tan preciosamente dibujadas, que Natividad creía estar casada con un ángel llegado del cielo.
Sus hermanas envidiosas, intentaban robarle las misivas para reírse a su costa. Pobres bobas, jamás podrían comprender que un hombre fuera capaz de contar aquellas maravillosas cosas sobre un rugoso papel escrito con tiralíneas y tinta barata. Nunca lo harían, porque a ellas sus novios jamás las escribieron cartas desde el frente y mucho menos de amor. Eran hombres rudos del campo, acostumbrados al ganado y las tierras, que nunca aprendieron a leer y a escribir.
Cuando su hija cumplió un año, Natividad la llevó al fotógrafo para tomar aquella preciosa imagen que enviaría al marido preso.
Diecisiete años tenía cuando se casaron. Diecinueve a la toma de aquella fotografía con el mismo traje que lució en su boda y al que había forrado los botones y añadido un cuello blanco con sobrantes de la misma tela con que confeccionara el vestido de su hija.
Diecinueve años, madre y esposa de preso político al que llevaba dos años sin ver. Aquél día, quería estar guapa para él. Deseaba lograr una imagen idílica de “madonna con niña”, para que el marido, la llevara guardada en la cartera.
Él no era tan “rojo” como los vencedores decían. Era solo un hombre culto al que le gustaba leer palabras de hombres sabios y a quien le tocó luchar en el bando republicano, cuando la península fue repartida por dos ejércitos de un mismo país.
Natividad estaba segura de que regresaría a casa y podrían formar su propio hogar. Un lugar en el que ver crecer juntos a sus hijos y vivir en paz sin olvidar.
Mientras tanto, aquella fotografía sería besada por él con amor y atesorada en un bolsillo del mono de trabajo, cerca del corazón.
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