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Está acostada en la cama. En un camisón gris que antes fue blanco. Lavado miles de veces en agua con sal hasta que se quemaron sus manos. En algunos sitios agujereado por las polillas. Lo habían encontrado en una cómoda abandonada en la calle entre las dos paredes en pie que quedaban de una casa. Las otras desaparecieron. Igual que sus habitantes. Un camisón alemán de una mujer grande que tuvo que huir a su nueva patria. Después de la guerra se desplazaron las fronteras. Varsovia no existe. Dicen que dejarán las ruinas y construirán otra Varsovia. Ella también es otra. Se llama igual, pero cuando articula su nombre, piensa en otra persona. En la que está acostada en una cama, la noche de su boda en un camisón roído por las polillas alemanas.

La cama es ancha con sábanas de olores extraños, con almohadas que aún guardan pelos de otras cabezas. Pelos rubios como los suyos. Ya no tan suaves, lavados sólo con agua fría y trozos de jabón. Tiembla. Escucha, como un animal en la trampa, la llegada del cazador furtivo. Atrapada ilegalmente. Casada por la iglesia pero contra su voluntad. Un cordero inocente.

Cada crujido del suelo de madera la alarma. La noche es caliente, incluso bonita cuando en la oscuridad ya no se ven las formas agudas de las ruinas. La puerta se abre bruscamente. Cierra los ojos. El se cae sobre ella. Olor fuerte a vodka. Dice algo con su lengua borracha enredada entre las palabras. Ella no entiende nada, sólo siente esa lengua que resbala torpemente sobre sus labios, sobre su cuello. A él le cuesta deshacerse del edredón y encontrar su cuerpo. Tiene los pantalones ya desabrochados. Unos buenos amigos le habían ayudado antes de subir.

-Cierra la boca –oye –van a pensar que te estoy violando.

Ella siente su mano en la boca. Ya sabe lo que va a pasar ahora. Ya había visto a los soldados tirados sobre las mujeres con el pantalón bajado empujando hacia sus piernas abiertas. También les cerraban la boca.

Siente su mano apartando sus piernas. La otra se desliza de su boca hacia sus senos, el dolor la penetra lentamente.

-Ahora puedes gritar –dice jadeando y moviéndose igual que los soldados.

No necesita su permiso. El grito sale de su boca con cada movimiento suyo.

Uno, diez, veinte… Ahora grita él y su cuerpo pesado, inerte se desploma sobre ella.

Mi abuela. Encerrada en una foto con un marco blanco  raído  como un encaje al borde del vestido. Lleva un abrigo gordo que le deforma la silueta. Un pequeño sombrero, tan ligero que parece una nube descansando sobre su pelo. No da calor, da encanto. Una pequeña arma de las mujeres que luchaban por su feminidad en los tiempos de virilidad primitiva. Su mirada luce con ternura. ¿A quien está mirando de esta forma? Sin coqueteo. Con devoción y cierto divertimento. Nunca sabré quien era. Tuvo que ser único para que ella se dejara desnudar tanto.

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