El secreto de la abuela

El secreto de la abuela

Alicia Clavero

27/04/2014

Las primeras noches me despertaban las tres palabras de la abuela al abrir su lado de la cama, la vista hacia arriba y haciendo la señal de la cruz, beso en los labios incluido. Las primeras noches le pregunté con quién hablaba, y esas pocas noches, mientras me arropaba, contestó “Anda, duerme”. Pero yo no me dormía. Hice la catequesis y al persignarse había que decir “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Pero la abuela decía “Hasta mañana, Antonio”. ¿Estaba loca o había un fantasma? A mí no me importaba pasar frío. Quería irme con mis padres a Alemania.

Al poco dejé de desvelarme con sus palabras y mis elucubraciones sobre el ser invisible del que mi abuela se despedía cada noche, lo cual no significa en absoluto que abandonara el interés por descubrir el misterio.

Una mañana desperté antes que ella, pero me hice la remolona. La vi arreglarse, mirar la parte superior del ropero, persignarse y decir “Buenos días, Antonio”. Ajaaá… Antonio estaba escondido en el armario y salía probablemente cuando yo iba al colegio. Sólo tenía que aprovechar un descuido para inspeccionar.

Abrí una puerta que chirriaba. Tranquila. La abuela hablaba con la vecina y además comenzaba a tener problemas de oído. Más inquietante podría ser Antonio. ¿Y si lo tenía encerrado porque era peligroso? El corazón me latía en las sienes… Perchas con blusas colgadas, faldas… Otra puerta, toallas, sábanas…

-¡Concha! –grita-. La merienda.

El domingo le dije que me dolía la garganta. Era tanta la tensión por lo que iba a hacer, que no mentí del todo. Se fue sola a misa. Estaba claro que dentro del armario no había nadie y que, al contrario que la tarde anterior, en la que cabía la posibilidad de que Antonio hubiese salido, esa mañana era imposible porque desperté muy temprano y me quedé en la cama todo el rato. Así pues, dentro no estaba. Pero ella miraba siempre hacia arriba. ¡Ya está! Se acuesta encima del ropero. Subí a la cama. Desde allí no llegaba. Cogí una silla. La acerqué. No llegaba. Una banqueta encima de la silla. ¡¡Llegué!! Una maleta, y después, sangre, mucha sangre.

Recordé el diente roto y el labio superior partido que me dejó la hazaña exploratoria al abrir el paquete que la abuela, ya muy mayor, me envió. Dentro había una maleta de tela a cuadros y un sobre. No tocar nada hasta mi muerte, rezaba en una hoja. Llevé el paquete al trastero y allí estuvo un par de años, hasta la noche en que llamó mi padre sollozando: la abuela Engracia ha fallecido.

“Concha, tu abuelo murió al año de casados. No tuvimos tiempo de disfrutar. Quiero que descansemos juntos. Tú eres la única persona que estuvo a punto de descubrirlo. En la maleta están sus restos. Se llamaba Antonio”.

La foto corresponde a la boda de mis padres. Afortunadamente, sólo tienen en común con la historia el descansar juntos.

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